Anteayer, viernes, a media mañana, conversaba con un amigo
en el Martínez de Corrientes entre San Martín y Reconquista. En un momento, captó
mi atención el ingreso en el lugar de un señor mayor, impecablemente vestido de
blazer y corbata, que se sentó a la barra, muy cerca de la entrada, y pidió un
café. Le dije a mi amigo:
‒ Fijate en ese tipo que entró. Me parece que es...
‒ Sí, es él, ratificó mi amigo, sin dudar.
Una vez que bebió tranquilamente su café, el hombre cruzó
todo el salón, a paso lento pero erguido, para ir al baño. Lo seguí con la
vista en todo el trayecto, lo mismo que un rato después, cuando lo cumplió en
sentido opuesto y siguió hasta la calle.
Más de la mitad de las mesas del amplio salón estaba ocupada
y en la mayoría de los casos, por personas no del todo jóvenes. Pero nadie lo
reconoció.
Sólo para evitar una nueva descortesía hacia mi amigo, a
quien había interrumpido bruscamente en la conversación para hacerle notar la
presencia de aquel hombre, reprimí el deseo de ir a saludarlo y cambiar algunas
palabras con él.
Era Julio César Strassera, el fiscal del histórico juicio de
1985 a los miembros de las primeras tres juntas de comandantes de las Fuerzas
Armadas durante el último gobierno de facto, aquel que cerró su alegato con la
inolvidable frase: “Señores jueces, nunca más”.
Desfilaron rápidamente por mi mente momentos de aquel largo
proceso que cubrí como periodista. Entre ellos, la jornada del 14 de agosto de
1985. Esa tarde, después de casi cuatro meses y 833 declaraciones, habían
terminado las audiencias testimoniales del juicio, y Strassera y su adjunto,
Luis Moreno Ocampo, aceptaron la invitación de un pequeño grupo de cronistas
que casi todas las noches, desde el 22 de abril, buscábamos relajar la tensión
que nos provocaba esa cobertura en las mesas del desaparecido restaurante
Pichuco, en Talcahuano al 200. La sobremesa siguió hasta bien entrada la
madrugada, en la vereda de una confitería en la esquina de Santa Fe y Carlos
Pellegrini.
Si acaso me vio el viernes, Strassera no pudo reconocerme.
Jamás volví a hablar con él desde aquella noche de hace más de 28 años y mi
fisonomía ha cambiado bastante en tan amplio intervalo.
Creo no exagerar si digo que considero a Strassera una
suerte de héroe contemporáneo. Contra cierta opinión extendida en la última
década, que ‒por analizarlo fuera de contexto, en el mejor de los casos, o con
deshonesto interés, en algunos bastante notorios‒ desmerece lo actuado en los
primeros años tras la recuperación de la democracia en materia de persecución
penal a los responsables de todas las formas de terrorismo, sostengo que
Strassera hizo un aporte decisivo para dejar atrás la larga etapa de los golpes
de estado y los gobiernos de facto en la Argentina. Por supuesto, no fue el
único: la lista incluye a sus colaboradores en la Fiscalía, los jueces de la
Cámara Federal, los integrantes de la Conadep y algunos miembros del gobierno
que encabezaba el presidente Raúl Alfonsín. Y creo que lo hicieron heroicamente
porque lo realizaron a pesar de la oposición o la indiferencia ‒según los
momentos‒ del peronismo, que en 1983 votó la autoamnistía de los militares y en
1989 votaría los indultos, y cuando lo único que habían perdido las Fuerzas
Armadas era el prestigio pero mantenían intactos el presupuesto y el poder de
fuego.
Me alegró verlo a Strassera bien de salud a sus
80 años y caminando tranquilo por la ciudad ‒cómo olvidar que poco después de
aquel histórico juicio, Alfonsín le dio un destino diplomático en Suiza porque
temía que atentaran contra su vida‒, pero me entristeció que nadie lo
reconociera.