domingo, 2 de febrero de 2014

¿ALGUIEN VIO ALGUNA VEZ UNA POLÍTICA DE ESTADO?



El 14 de agosto de 2012, como todos los días, revisaba yo los sitios web de los principales diarios latinoamericanos en busca de noticias de interés. El Comercio, de Lima, encabezaba con el anuncio de un plan de recursos hídricos para el Perú. No parecía una novedad relevante para la sección internacional de una agencia noticiosa argentina, por lo que cerré la página, con la intención de seguir la recorrida.
Pero apenas lo hice, caí en la cuenta de que algo me había llamado la atención sin que me hubiera detenido a observar con precisión de qué se trataba. Volví a abrir el sitio y comprobé que el dato llamativo era la foto: el presidente, Ollanta Humala, aparecía rodeado por sus dos antecesores inmediatos, Alan García y Alejandro Toledo.
Pensé que debía tratarse de algo más importante que lo que me parecía si lo anunciaban juntos los últimos tres presidentes. Comencé, pues, a indagar dónde podía radicar la relevancia del anuncio y por qué se avenían a compartir la foto tres líderes políticos cuya relación ya entonces distaba de ser armónica.
Descubrí que el programa hídrico anunciado había sido aprobado por el Acuerdo Nacional, un organismo cuyo objeto es elaborar políticas de estado y que está integrado por los gobiernos central, provinciales y municipales, además de 15 partidos políticos y otras nueve organizaciones civiles (sindicales, sociales y religiosas).
El Acuerdo Nacional fue suscripto el 22 de julio de 2002, seis días antes de que Toledo ‒quien lo convocó‒ cumpliera un año al frente del gobierno. No es un dato menor: se trataba del primer presidente electo tras la caída de la dictadura fujimorista. Perú quería dejar definitivamente atrás las dos décadas más inestables de su historia, caracterizadas por los casi 70.000 muertos causados por el terrorismo de Sendero Luminoso y el MRTA, y su represión, además de la hiperinflación y la década de Fujimori y Montesinos, con su saldo de corrupción y violación de derechos humanos.
Lo que había por delante era propiamente una refundación del país. Sin embargo, no parecía fácil ponerla en marcha en una sociedad que había quedado políticamente muy fragmenada ‒todavía lo está‒, con varios liderazgos personales y partidarios competitivos pero ninguno predominante.
Fue entonces, sin pérdida de tiempo, cuando Toledo vislumbró la fórmula. El Acuerdo Nacional ‒ya no un gobierno ni un presidente‒ se propuso 31 políticas de estado agrupadas en cuatro grandes áreas: “Democracia y estado de derecho”, “Equidad y justicia social”, “Competitividad del país” y “Estado eficiente, transparente y descentralizado”.
Algunas avanzaron más rápido, otras todavía están en marcha. Mientras tanto, Perú se convirtió en uno de los países ‒no sólo de América latina‒ que registraron mayor crecimiento económico desde 2002 (con tasas que siempre resultaron superiores a 5% anual, excepto en 2003 y 2009, cuando igualmente fueron positivas), mayores niveles de inversión y de mejora de la productividad, y mayor porcentaje de su población promovida a la clase media.
Por supuesto, Humala, García y Toledo siguen sin llevarse bien, aunque cuando la circunstancia lo aconseja ‒como en ocasión del reciente fallo de la Corte Internacional de Justicia acerca del diferendo sobre el límite marítimo con Chile‒ vuelven a reunirse y a posar amables para la foto.
La Argentina atravesó un momento refundacional hace 30 años, cuando recuperó la democracia luego de 53 años de inestabilidad institucional y con las marcas recientes del horror causado por violencia política de los años ’70 y la derrota en la guerra de las Malvinas.
Desde entonces, sin embargo, aún no fue capaz de elaborar una sola política de estado.
Ni para los grandes problemas que venían de antes, como la cuestión de las Malvinas o la revisión del terrorismo de los ’70; ni para los que fueron surgiendo luego, como los atentados a la embajada de Israel y la AMIA, la inseguridad ciudadana o el narcotráfico, ni para los temas permanentes, como los sistemas de educación, salud y justicia, o la responsabilidad fiscal.
Pese a ello, cada tanto escuchamos hablar de políticas de estado, aun cuando seguramente deberíamos remontarnos a la época de la Organización Nacional para encontrar alguna que realmente lo haya sido.
La última vez que recuerdo que nos quisieron hacer creer que había una política de estado fue en febrero de 2012, precisamente en relación con las Malvinas, cuando la presidenta Cristina Fernández anunció su voluntad de desclasificar el Informe Rattenbach ‒cuyo contenido es público desde 1988‒ y denunciar ante las Naciones Unidas a Gran Bretaña por haber militarizado el archipiélago, cosa que ocurrió en 1982.
Desde luego, no es Fernández la primera que utiliza el concepto de política de estado para referirse a lo que en realidad es una política de gobierno. Se trata de un truco bastante antiguo y recurrente de parte de muchos gobernantes. Es transparente la intención: una política de gobierno puede ser discutible, pero, ¿quién se atrevería a refutar una política de estado? Sobre todo, si lo que se califica de esa manera es una decisión relacionada con un tema grave, como indudablemente lo es el caso de las Malvinas para la mayoría de los argentinos.
Son políticas de gobierno todas aquellas que una administración adopta –no importa la relevancia o la gravedad de su objeto– por propia decisión y en uso de sus facultades, que, en regímenes constitucionales como el de la Argentina, siempre tienen un acotado límite temporal. En cambio, para que una política pueda ser considerada legítimamente como de estado debe cumplir dos requisitos: que sea el producto de una decisión adoptada por un consenso muy amplio –por ejemplo, por acuerdo entre el sector que ejerce el gobierno y todas las fuerzas con representación parlamentaria o la mayoría de ellas; o incluso más amplio, como vimos en el caso peruano; o por el resultado de un plebiscito o consulta popular, aunque ésta no sea vinculante– y que, por su mismo origen, esté destinada a perdurar más allá del término del mandato durante el cual sea adoptada y sin perjuicio de eventuales cambios de orientación ideológica o política de los gobernantes de turno.
El Acuerdo Nacional peruano me parece formidable como modelo. Pero si algo así nos pareciera una misión imposible dada la dificultad crónica que tenemos los argentinos para pactar compromisos de largo plazo y cumplirlos, empecemos por asuntos menos generales y más locales. Por ejemplo, en la Ciudad de Buenos Aires ‒y en la relación inevitable con su conurbano‒, temas como el déficit de viviendas, el tránsito vehicular, el transporte de pasajeros y el tratamiento de la basura, entre otros, son demasiado complejos como para pretender que los solucione solitariamente un partido o una coalición en uno o dos mandatos. De este modo, siempre estarán corriendo detrás de problemas que se agigantan con el paso del tiempo. ¿Por qué no acordar, entre todos los actores necesarios y legítimos, programas de largo plazo?
Tal vez el recién creado Foro de Convergencia Empresaria pueda ser la semilla de algo similar al Acuerdo Nacional peruano, o al menos de acuerdos locales o regionales, que nos permitan librarnos de la maldición de que cada ocho o diez años un sector político intente refundar el país a su antojo, ante la oposición o la indiferencia del resto de la sociedad.

TOMÁS DUCÓ: MUCHO MÁS QUE UN ESTADIO

Anteayer, viernes 31, se cumplieron 50 años de la muerte de Tomás Adolfo Ducó, quien dio al Club Atlético Huracán su período de mayor crecimiento ‒incluido un patrimonio que en lo esencial no se ha modificado más de 60 años después‒, protagonizó anécdotas que pintan a un dirigente deportivo fuera de lo común y también dejó su sello singular en la vida política de la Argentina.
Nacido el 20 de septiembre de 1901 en el seno de una familia porteña de clase media, en abril de 1916 fue admitido como socio por el club de Parque de los Patricios, fundado a fines de 1908 y que desde 1914 jugaba en Primera División.
Menos de seis meses después de su ingreso al club, Ducó fue el volante central (entonces se decía “centre-half” o “centrojás”) del equipo de quinta división que ganó la Copa Competencia al derrotar en la final a Independiente por 3-1.
Pronto dejó el deporte federado para ingresar en el Colegio Militar de la Nación, pero ni los años allí ni sus primeros destinos como oficial del Ejército lo alejaron del todo del Globo.
Huracán había sido uno de los clubes más campeones de la era amateur, con cuatro títulos, sólo superado por Racing Club y Boca Juniors (también por Alumni, que se disolvió en 1912, y Lomas, que abandonó la práctica del fútbol en 1910). Pero en mayo de 1931, al declararse el profesionalismo, se habían retirado casi todas sus figuras y su gran goleador, Guillermo Stábile, había ido a jugar a Italia tras el Mundial de 1930, del que fue máximo artillero.
Exitoso en la cancha, Huracán, sin embargo, no era poderoso económicamente: con apenas 2.000 aportantes, era el octavo entre los 18 clubes fundadores de la Liga profesional por cantidad de socios, muy lejos de los 4.800 que tenía el séptimo.
Destinado en La Plata, el joven teniente Ducó descubrió un promisorio centrodelantero en Villa Albino, un modesto club de la liga amateur de la cercana Ensenada, y mandó un soldado a buscarlo. Ese futbolista era Herminio Masantonio, quien debutaría con dos goles en la primera fecha profesional y llegaría a ser el máximo ídolo del Globo y su mayor goleador histórico.
A partir de ese hallazgo, Ducó comenzó a tallar fuerte en la vida interna de Huracán y en 1938 se convirtió por primera vez en su presidente, cargo que revalidó seis veces de manera consecutiva (entonces las autoridades del club se renovaban todos los años).
El crecimiento de Huracán en esos años fue extraordinario: en 1940 ya era el cuarto club por cantidad de socios (16.385, sólo menos que Boca, River Plate y San Lorenzo de Almagro), e inauguró su sede social. Y en 1941 compró el terreno de la cancha, que alquilaba desde 1924, y comenzó a construir un nuevo estadio.
En 1942, cuando la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) resolvió diferenciar a sus clubes afiliados según su poderío, Huracán fue uno de los seis que gozaron de voto triple. Esa medida, que se mantuvo hasta 1946, es el único parámetro objetivo que existió para considerar “grandes” a ciertas instituciones. Por esa época, Ducó fue vicepresidente de la AFA.
Mientras tanto, el presidente del club de Parque de los Patricios hacía gala de un carácter rudo: en 1938 estuvo a punto de retirar al equipo en el entretiempo de un clásico con San Lorenzo porque el árbitro había expulsado a dos jugadores del Globo y en 1941 agredió al juez tras una derrota con Boca. En ambos casos, el referee fue el legendario Bartolomé Macías, otra figura de fuerte personalidad.
En 1943, siendo ya teniente coronel, Ducó formó parte del Grupo Obra de Unificación (GOU), la logia secreta formada por un puñado de oficiales del Ejército que contribuyó decisivamente al derrocamiento del presidente Ramón Castillo, el 4 de junio de ese año. Según algunos historiadores, el presidente de Huracán fue uno de los cinco oficiales que ese día dirigieron la movilización desde Campo de Mayo de las tropas que ocuparon la Casa de Gobierno. Tras el golpe de estado, Ducó asumió brevemente la intervención de Lotería Nacional y la Federación de Básquetbol, y logró que se designara a un expresidente de Huracán, Jacinto Armando, al frente de la AFA.
Enseguida, la posición de la Argentina frente a la Segunda Guerra Mundial haría aflorar diferencias entre los artífices del gobierno de facto y el 24 de febrero de 1944 el general Pedro Pablo Ramírez dejó la Presidencia en manos de su vice, el general Edelmiro Farrell. Cinco días después, Ducó sublevó el Regimiento de Infantería 3, que comandaba, e intentó copar la ciudad de Lomas de Zamora, en el conurbano bonaerense, pero a las pocas horas, sin todos los apoyos que había imaginado, debió rendirse. Fue pasado a retiro y estuvo algún tiempo preso en la isla Martín García, por lo que no pudo postularse en 1945 a un nuevo mandato como presidente de Huracán.
Mientras tanto, el club siguió creciendo: en 1945 llegó a tener 23.083 socios y en 1947 inauguró el “palacio de cemento”, el quinto estadio construido con ese material en la Argentina -luego de los de Independiente, River, Boca y Banfield-, aun cuando en 1946 fue intervenido durante unos meses por el gobierno sin motivo aparente, excepto la obvia represalia al alzamento de su hombre fuerte.
Ducó volvió a presidir el club de Parque de los Patricios en 1949 y en 1952-54, y siguió teniendo lo que el ambiente del fútbol llama hoy “peso en la AFA”. A fin de 1949, Huracán debió jugar una final con Lanús para evitar el descenso. Tras un triunfo de cada uno, los jugadores de Huracán abandonaron el tercer partido, disgustados por un fallo del árbitro. La AFA ordenó jugar otro encuentro y esta vez los que se retiraron de la cancha fueron los futbolistas del equipo granate, que fue castigado con la pérdida de la categoría.
Algunos testimonios revelan que el carácter de Ducó no se moderó con el paso del tiempo. Carlos Scherl, quien jugó en Huracán, relató años atrás que a fines de 1951, el presidente lo llamó para decirle que debía pasar a Argentinos Juniors como parte del pago por el pase de dos jugadores provenientes de esa entidad. “Como me puse firme y me negué -dijo Scherl-, se enojó y me amenazó: 'Te vas a cosechar uvas'. Me tuve que volver a Mendoza, a jugar un año a préstamo en Argentino. Pero debo reconocer que resultó un gran presidente y que después de su mandato, Huracán cayó en una progresiva decadencia.”
Otro futbolista de esa época, Juan Romeral, afirmó que una vez Ducó lo recibió “sacando un revólver de uno de los cajones y poniéndolo sobre su escritorio”. Ése “era un recurso que siempre utilizaba a la hora de discutir algo con los jugadores, con la intención de intimidarnos”, agregó.
En 1952, Huracán recibió a River en la antepenúltima fecha del torneo con la posibilidad de alcanzarlo en la punta si le ganaba. El primer tiempo terminó empatado en un gol. En el descanso, Ducó anunció por los altoparlantes del estadio que el Globo había contratado para la temporada siguiente a cinco jugadores de Estudiantes de La Plata, incluidos su goleador histórico, Manuel Pelegrina, y el arquero Gabriel Ogando y el delantero Ricardo Infante, entonces integrantes del seleccionado argentino. “¿Cómo se hubiese justificado semejante operación si hubiésemos salido campeones?”, evocó amargamente Romeral, y remató: “El presidente había hecho su negocio y nosotros no podíamos ganar ese partido ni salir campeones”. Según Romeral -que no jugó ese partido-, para salirse con la suya, Ducó dio la charla técnica en el entretiempo, relegando al entrenador, Pablo Bartolucci. “Dio todas las indicaciones al revés; la confusión que había entre los jugadores...” A los 14 minutos, Huracán ya perdía 5-1 y el encuentro terminó 7-1.
Ducó falleció el 31 de enero de 1964, en el Hospital Militar de Palermo, y desde el 23 de septiembre de 1967 el estadio de Alcorta y Luna lleva su nombre. Si bien en 1985 Huracán recibió el terreno donde levantó el campo de deportes Jorge Newbery (“La Quemita”) y el año pasado un amplio lote aledaño al estadio, estas dos superficies fueron cedidas de manera precaria, de modo que, en lo esencial, el patrimonio del club sigue siendo el que legó Ducó.