El 14 de agosto de 2012, como todos los días, revisaba yo
los sitios web de los principales diarios latinoamericanos en busca de noticias
de interés. El Comercio, de Lima, encabezaba con el anuncio de un plan de
recursos hídricos para el Perú. No parecía una novedad relevante para la
sección internacional de una agencia noticiosa argentina, por lo que cerré la
página, con la intención de seguir la recorrida.
Pero apenas lo hice, caí en la cuenta de que algo me había
llamado la atención sin que me hubiera detenido a observar con precisión de qué
se trataba. Volví a abrir el sitio y comprobé que el dato llamativo era la
foto: el presidente, Ollanta Humala, aparecía rodeado por sus dos antecesores
inmediatos, Alan García y Alejandro Toledo.
Pensé que debía tratarse de algo más importante que lo que
me parecía si lo anunciaban juntos los últimos tres presidentes. Comencé, pues,
a indagar dónde podía radicar la relevancia del anuncio y por qué se avenían a
compartir la foto tres líderes políticos cuya relación ya entonces distaba de
ser armónica.
Descubrí que el programa hídrico anunciado había sido
aprobado por el Acuerdo Nacional, un organismo cuyo objeto es elaborar
políticas de estado y que está integrado por los gobiernos central,
provinciales y municipales, además de 15 partidos políticos y otras nueve
organizaciones civiles (sindicales, sociales y religiosas).
El Acuerdo Nacional fue suscripto el 22 de julio de 2002,
seis días antes de que Toledo ‒quien lo convocó‒ cumpliera un año al frente del
gobierno. No es un dato menor: se trataba del primer presidente electo tras la
caída de la dictadura fujimorista. Perú quería dejar definitivamente atrás las
dos décadas más inestables de su historia, caracterizadas por los casi 70.000
muertos causados por el terrorismo de Sendero Luminoso y el MRTA, y su
represión, además de la hiperinflación y la década de Fujimori y Montesinos,
con su saldo de corrupción y violación de derechos humanos.
Lo que había por delante era propiamente una refundación del
país. Sin embargo, no parecía fácil ponerla en marcha en una sociedad que había
quedado políticamente muy fragmenada ‒todavía lo está‒, con varios liderazgos
personales y partidarios competitivos pero ninguno predominante.
Fue entonces, sin pérdida de tiempo, cuando Toledo vislumbró
la fórmula. El Acuerdo Nacional ‒ya no un gobierno ni un presidente‒ se propuso
31 políticas de estado agrupadas en cuatro grandes áreas: “Democracia y estado
de derecho”, “Equidad y justicia social”, “Competitividad del país” y “Estado
eficiente, transparente y descentralizado”.
Algunas avanzaron más rápido, otras todavía están en marcha.
Mientras tanto, Perú se convirtió en uno de los países ‒no sólo de América
latina‒ que registraron mayor crecimiento económico desde 2002 (con tasas que
siempre resultaron superiores a 5% anual, excepto en 2003 y 2009, cuando
igualmente fueron positivas), mayores niveles de inversión y de mejora de la
productividad, y mayor porcentaje de su población promovida a la clase media.
Por supuesto, Humala, García y Toledo siguen sin llevarse
bien, aunque cuando la circunstancia lo aconseja ‒como en ocasión del reciente
fallo de la Corte Internacional de Justicia acerca del diferendo sobre el
límite marítimo con Chile‒ vuelven a reunirse y a posar amables para la foto.
La Argentina atravesó un momento refundacional hace 30 años,
cuando recuperó la democracia luego de 53 años de inestabilidad institucional y
con las marcas recientes del horror causado por violencia política de los años
’70 y la derrota en la guerra de las Malvinas.
Desde entonces, sin embargo, aún no fue capaz de elaborar
una sola política de estado.
Ni para los grandes problemas que venían de antes, como la
cuestión de las Malvinas o la revisión del terrorismo de los ’70; ni para los
que fueron surgiendo luego, como los atentados a la embajada de Israel y la
AMIA, la inseguridad ciudadana o el narcotráfico, ni para los temas
permanentes, como los sistemas de educación, salud y justicia, o la
responsabilidad fiscal.
Pese a ello, cada tanto escuchamos hablar de políticas de
estado, aun cuando seguramente deberíamos remontarnos a la época de la
Organización Nacional para encontrar alguna que realmente lo haya sido.
La última vez que recuerdo que nos quisieron hacer creer que
había una política de estado fue en febrero de 2012, precisamente en relación
con las Malvinas, cuando la presidenta Cristina Fernández anunció su voluntad
de desclasificar el Informe Rattenbach ‒cuyo contenido es público desde 1988‒ y
denunciar ante las Naciones Unidas a Gran Bretaña por haber militarizado el
archipiélago, cosa que ocurrió en 1982.
Desde luego, no es Fernández la primera que utiliza el
concepto de política de estado para referirse a lo que en realidad es una
política de gobierno. Se trata de un truco bastante antiguo y recurrente de
parte de muchos gobernantes. Es transparente la intención: una política de
gobierno puede ser discutible, pero, ¿quién se atrevería a refutar una política
de estado? Sobre todo, si lo que se califica de esa manera es una decisión
relacionada con un tema grave, como indudablemente lo es el caso de las
Malvinas para la mayoría de los argentinos.
Son políticas de gobierno todas aquellas que una administración
adopta –no importa la relevancia o la gravedad de su objeto– por propia
decisión y en uso de sus facultades, que, en regímenes constitucionales como el
de la Argentina, siempre tienen un acotado límite temporal. En cambio, para que
una política pueda ser considerada legítimamente como de estado debe cumplir
dos requisitos: que sea el producto de una decisión adoptada por un consenso
muy amplio –por ejemplo, por acuerdo entre el sector que ejerce el gobierno y
todas las fuerzas con representación parlamentaria o la mayoría de ellas; o
incluso más amplio, como vimos en el caso peruano; o por el resultado de un
plebiscito o consulta popular, aunque ésta no sea vinculante– y que, por su
mismo origen, esté destinada a perdurar más allá del término del mandato
durante el cual sea adoptada y sin perjuicio de eventuales cambios de
orientación ideológica o política de los gobernantes de turno.
El Acuerdo Nacional peruano me parece formidable como modelo.
Pero si algo así nos pareciera una misión imposible dada la dificultad crónica
que tenemos los argentinos para pactar compromisos de largo plazo y cumplirlos,
empecemos por asuntos menos generales y más locales. Por ejemplo, en la Ciudad
de Buenos Aires ‒y en la relación inevitable con su conurbano‒, temas como el
déficit de viviendas, el tránsito vehicular, el transporte de pasajeros y el
tratamiento de la basura, entre otros, son demasiado complejos como para
pretender que los solucione solitariamente un partido o una coalición en uno o
dos mandatos. De este modo, siempre estarán corriendo detrás de problemas que
se agigantan con el paso del tiempo. ¿Por qué no acordar, entre todos los
actores necesarios y legítimos, programas de largo plazo?
Tal vez el recién creado Foro de Convergencia
Empresaria pueda ser la semilla de algo similar al Acuerdo Nacional peruano, o
al menos de acuerdos locales o regionales, que nos permitan librarnos de la
maldición de que cada ocho o diez años un sector político intente refundar el
país a su antojo, ante la oposición o la indiferencia del resto de la sociedad.