domingo, 25 de enero de 2015

A VECES, ENERO TAMBIÉN ES UN MES MOVIDO



El mes pasado escribí que diciembre siempre es un mes movido. Por los saludos y las fiestas de fin de año, y, de vez en cuando, también por ciertos episodios públicos que irrumpen traumáticamente en la agenda.
De enero podríamos decir, al contrario, que suele tratarse de un mes tranquilo, generalmente determinado por el descanso y las vacaciones. Sin embargo, el sacudón que significa este año el caso del fiscal Alberto Nisman está lejos de constituir una excepción. O, en todo caso, es una más de una larga lista de excepciones a la calma normal del primer mes del año.
Antes de la Revolución de Mayo, el 16 de enero de 1807 las tropas británicas al mando del general Samuel Auchmuty sitiaron Montevideo, en lo que fue el preludio de la Segunda Invasión Inglesa, y el 1 de enero de 1809 se produjo la rebelión contra el virrey Santiago de Liniers liderada por el comerciante Martín de Álzaga y sofocada por el jefe del Regimiento de Patricios, coronel Cornelio Saavedra, quien opinaba que las brevas aún no estaban maduras.
En 1815, el 9 de enero renunció el director supremo Gervasio Posadas, presionado por su joven sobrino y sucesor, Carlos María de Alvear, quien quería instalar una dictadura, y al día siguiente las fuerzas del caudillo oriental José Artigas ‒a quien Posadas había declarado sedicioso‒ derrotaron a las del Directorio, comandadas por el coronel Manuel Dorrego, en la batalla de Guayabos, que resultó el punto de partida para la independencia de Uruguay.
El 8 de enero de 1820 se produjo el Motín de Arequito. En esa ciudad santafesina, el Ejército del Norte renunció a seguir participando de la guerra civil contra los federales y quiso volver a luchar contra los realistas en el Alto Perú. Como consecuencia del episodio, al mes siguiente caería el Directorio, se desintegraría el Ejército del Norte y comenzaría el período de seis años llamado generalmente de anarquía, aunque algunos historiadores prefirieron denominarlo de secesión.
El 8 de enero 1841, tropas federales al mando del coronel mayor Ángel Pacheco se impusieron a las unitarias que comandaba el coronel José María Vilela en la batalla de San Cala, en el oeste de la provincia de Córdoba. Fue un duro golpe para la Coalición del Norte que buscaba hacer pie en Cuyo y sería derrotada definitivamente ocho meses más tarde en la batalla de Rodeo del Medio, en Mendoza, en el fin de la guerra civil.
Ya en el siglo XX, el 25 de enero de 1908, el presidente José Figueroa Alcorta clausuró por decreto el Congreso, furioso porque los legisladores llevaban tres meses sin siquiera haber debatido el Presupuesto. La mayoría de los diarios criticó la medida –el vespertino El Nacional tituló su portada con un “Golpe de estado” en cuerpo catástrofe– pero cientos de ciudadanos salieron a la calle, a las inmediaciones del Congreso y la Plaza de Mayo, a defender la decisión.
En 1919, un conflicto sindical en la fábrica metalúrgica Vasena derivó en enfrentamientos entre obreros anarquistas, por un lado, y rompehuelgas y activistas nacionalistas –y, por momentos, también efectivos de la Policía y el Ejército–, por el otro. Los choques se prolongaron entre el 7 y el 14 de enero, causaron entre 141 y 700 muertos –según las diversas fuentes– y cientos de heridos, y pasaron a la historia como la Semana Trágica.
En la madrugada del 3 de enero de 1932, catorce hombres al mando de los hermanos Eduardo, Roberto y Mario Kennedy tomaron la comisaría de La Paz, en Entre Ríos, y dejaron cinco policías muertos y tres heridos. Al llamar a Concordia para comunicar el triunfo se enteraron de que habían quedado solos. El alzamiento contra el régimen de facto del general José Félix Uriburu había muerto antes de nacer. Pese a la intensa búsqueda posterior de los sediciosos, en la que cayeron muertos dos militares, los Kennedy lograron huir primero a Corrientes y luego a Uruguay.
El 10 de enero de 1934, el desprendimiento de un glaciar provocó el desborde del río Mendoza, en la provincia homónima, y un aluvión que causó más de 60 muertos y daños materiales valuados en seis millones de pesos de la época.
El 15 de enero de 1944, un terremoto con epicentro a 20 kilómetros al norte de la ciudad de San Juan destruyó 80 por ciento de la capital provincial y dejó alrededor de 5.000 muertos y 15.000 heridos. Aún hoy es considerada la mayor catástrofe natural ocurrida en la Argentina.
El 10 de enero de 1973, en San Justo, provincia de Santa Fe, un tornado causó 63 muertos, más de 200 heridos y cuantiosas pérdidas materiales.
El 19 de enero de 1974, más de 100 guerrilleros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) al mando de Enrique Gorriarán Merlo intentaron copar la guarnición militar de Azul, en la provincia de Buenos Aires. No lo lograron pero el combate duró 12 horas y en su transcurso asesinaron al coronel Camilo Gay; a la esposa de éste, Hilda –delante de sus hijos–, y al soldado conscripto Daniel González. Además, hirieron a un oficial y a un suboficial, y secuestraron al teniente coronel Jorge Ibarzábal, al que retendrían 10 meses y luego asesinarían. En la noche del 20, el presidente Juan Domingo Perón, a través de la cadena nacional de radio y televisión y vistiendo el uniforme de general del Ejército, condenó “el grado de peligrosidad y audacia de los grupos terroristas”, a los que calificó como “verdaderos enemigos de la patria”, y llamó a “todas las fuerzas políticas y al pueblo en general” a colaborar para “aniquilar cuanto antes este terrorismo criminal”. El 22, Perón recibió a ocho diputados de la Juventud Peronista que se oponían a una reforma al Código Penal impulsada por el Gobierno y los conminó a abandonar el bloque oficialista si no estaban de acuerdo. Renunciaron a sus bancas y días después fueron expulsados del Partido Justicialista. Entre ellos estaban el guerrillero montonero y actual diputado Carlos Kunkel, y Rodolfo Vittar, quien tras el golpe de estado de 1976 se convertiría en colaborador del almirante Emilio Massera. El mismo 22 renunció el gobernador bonaerense, Oscar Bidegain, a quien Perón, en su mensaje de dos días antes, había acusado implícitamente de apañar a los grupos terroristas.
En 1979, el 8 de enero se firmó el Acta de Montevideo que oficializó la mediación papal de buenos oficios, a cargo del cardenal Antonio Samoré, que evitó lo que hasta pocos días antes parecía una guerra segura entre la Argentina y Chile a raíz del diferendo por la soberanía sobre el canal de Beagle.
El 23 de enero de 1989, el grupo guerrillero Movimiento Todos por la Patria (MTP), liderado por Gorriarán Merlo, intentó copar el Regimiento de Infantería 3, en La Tablada, en el sudoeste del Gran Buenos Aires, con la excusa de impedir un supuesto golpe de estado planeado por el entonces candidato a presidente Carlos Menem y el coronel Mohamed Alí Seineldín. Tras dos días de combate, efectivos del Ejército y de la Policía de la Provincia de Buenos Aires recuperaron el cuartel. Murieron 32 guerrilleros, nueve militares y dos policías, y hubo denuncias de presuntas violaciones de derechos humanos.
En enero de 1990, pese a que la oferta de dinero había sido restringida notablemente por el Gobierno –regían un encaje bancario de 80 por ciento y el Plan Bonex sancionado a fines del mes anterior–, los precios minoristas se dispararon 79,2 por ciento y se inició el tercer episodio de hiperinflación en menos de un año.
El 25 de enero de 1997 fue asesinado el reportero gráfico José Luis Cabezas. Su cuerpo, calcinado, fue hallado dentro de un auto, con dos disparos en la cabeza y las manos esposadas tras la espalda. Había tomado las primeras imágenes públicas de Alfredo Yabrán, un empresario sospechado de corrupción. 
El 2 de enero de 2002, tras las renuncias de Fernando de la Rúa y Adolfo Rodríguez Saá en 10 días, la Asamblea Legislativa eligió como presidente a Eduardo Duhalde, quien asumió al día siguiente. En pocos días, el nuevo mandatario decretó el fin de la convertibilidad, devaluó el peso, desdobló el mercado cambiario, incrementó las restricciones para disponer de los saldos en cuentas corrientes y cajas de ahorro –el corralito se convirtió en corralón– y, pese a haber prometido inicialmente que “el que depositó dólares recibirá dólares”, el 19 resolvió que los depósitos en dólares serían pesificados a una tasa de 1,40 peso por dólar y ajustados mediante el llamado Coeficiente de Estabilización de Referencia (CER) o devueltos en bonos. También fueron convertidos forzosamente a moneda nacional –a distintos tipos de cambio, según los montos, lo que pasó a la historia como la pesificación asimétrica– los préstamos bancarios y los contratos celebrados fuera del sistema financiero.
 
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Esta nota fue reproducida por el diario mendocino MDZ Online:

http://www.mdzol.com/opinion/586433-enero-movidito/

viernes, 16 de enero de 2015

CONFESIONES DE INVIERNO



Aunque en su trayectoria como dirigente político, sindical y hasta deportivo ha generado argumentos de sobra, José Luis Barrionuevo pasará a la historia, antes que nada, por dos frases que pronunció una noche de 1989: “Acá [en la Argentina] nadie hace la plata trabajando” y “Debemos dejar de robar por dos años”. Honestidad brutal, dirían los amantes de los títulos fáciles. A confesión de parte, relevo de prueba, retrucarían los refranófilos, por más que semejantes revelaciones no hayan sido evidencia suficiente para justificar alguna clase de sanción, ni siquiera de tipo moral.
Pero si para la mayoría de los argentinos contemporáneos Barrionuevo viene a ser algo así como el paradigma de la extrema franqueza –o de la impunidad verbal–, a lo que sin duda ha contribuido el hecho de que sus inolvidables sentencias fueran pronunciadas ante una cámara de televisión y en horario central, es justo reconocer que no fue el primero ni el último en dejar boquiabiertos a sus compatriotas.
Tal vez el pionero haya sido el sanjuanino Salvador María del Carril (1798-1883), quien en diciembre de 1828 recomendó en una carta al gobernador bonaerense unitario Juan Lavalle que ordenara el fusilamiento de su antecesor, el federal Manuel Dorrego.
Enterado de la ejecución y de la misiva con que el mandatario informó el hecho a su ministro José Miguel Díaz Vélez, en la que señaló que “la historia juzgará imparcialmente si el coronel Dorrego ha debido o no morir”, Del Carril volvió a asesorar por escrito a Lavalle: “Es conveniente recoja usted un acta del consejo verbal que debe haber precedido a la fusilación. Un instrumento de esta clase, redactado con destreza, será un documento histórico muy importante para su vida póstuma (...) Al objeto, y si para llegar siendo digno de un alma noble, es necesario envolver la impostura con los pasaportes de la verdad, se embrolla; y si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a los vivos y a los muertos”.
Del Carril había sido ministro de Hacienda del presidente Bernardino Rivadavia en 1826-27 y luego sería ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores de Lavalle –durante tres meses en 1829–, ministro del Interior del director provisional Justo José de Urquiza tras las elecciones de noviembre de 1853 y vicepresidente del ya mandatario constitucional Urquiza en 1854-60.
Quien se ponga a estudiar a fondo la gestión presidencial (1886-90) de Miguel Juárez Celman (1844-1909) probablemente se sorprenda por las abundantes similitudes que encontrará con la reciente década de los ’90 en materia de límites difusos entre negocios públicos y privados. En ese clima, el 5 de julio de 1889 se debatía en la Cámara de Diputados la autorización para la compra –con abultado sobreprecio, según sospechaba la prensa de la época– del terreno donde luego se erigió la sede definitiva del Congreso de la Nación.
Ante las denuncias de algunos legisladores, el presidente del cuerpo, el general y escritor Lucio Victorio Mansilla (1831-1904), afirmó: “No hay en esta Cámara un solo hombre que no tenga algún negocio. Porque si algún diputado tuviera que vivir con los 700 pesos por mes que se nos paga, se moriría de hambre (...) Es que todos los días la ciencia y el arte inventan algo que nos hace entender que es necesario tener dinero para vivir agradablemente, que al fin y al cabo es lo que todos perseguimos.” Cuando el diputado Pedro Goyena le respondió advirtiendo la diferencia entre negocios lícitos e ilícitos, el autor de Una excursión a los indios ranqueles replicó: “Yo con los negocios honestos siempre pierdo plata”. Según el historiador Israel Lotersztain, Mansilla agregaría días después que “el patriotismo es una cosa y el bolsillo, otra”.
En 1891 el presidente Carlos Pellegrini debió rescindir la escandalosa concesión que tres años antes su antecesor, Juárez Celman, había otorgado por 45 años a la empresa inglesa The Buenos Aires Supply and Drainage Co., subsidiaria del grupo financiero Baring Brothers, para que brindara el servicio de aguas corrientes en la ciudad de Buenos Aires.
El caso fue seguido con especial interés por The South American Journal, un periódico británico especializado en inversiones en esta región y muy influyente entonces, que llegó a preguntarse si “las 322.000 libras esterlinas pagadas a Mr. Celman y Mr. Wilde [Eduardo Faustino, ministro del Interior de Juárez] podrían ser recuperadas”. Se refería, obviamente, a un presunto soborno para aceitar la concesión. El expresidente envió cartas a la publicación, en las que advirtió que demandaría a sus responsables pero no decía que ese pago ilegal no se hubiera producido sino, simplemente, que “el soborno es siempre indemostrable, pues requeriría para comprobarlo el testimonio de quien pagó, quien a su vez con ello se autoincriminaría”.
Bastante más acá en el tiempo, Vicente Leonides Saadi (1913-1988) fue un político destacado durante más de cuatro décadas, desde su temprano paso en falso en la primera presidencia de Perón –cuando en pocos meses pasó de ser operador de confianza a uno de los tantos presos políticos del régimen– hasta su estratégico puesto de presidente de la Comisión de Acuerdos del Senado en 1983-87.
Habilísimo negociador, fue interlocutor constante del peronismo ante gobiernos de otras orientaciones, incluido el régimen de facto que entre 1966 y 1970 encabezó el general Juan Carlos Onganía. Roberto Roth, subsecretario Legal y Técnico –y uno de los principales colaboradores del presidente– de esa administración, afirmó en sus memorias sobre ese período, publicadas en 1980, que “a menudo almorzaba” con Saadi. “Sus definiciones sobre nuestro gobierno –agregó– eran memorables. Me ha quedado una: ‘Nosotros hacíamos negociados; ustedes hacen leyes’”.
Otro personaje influyente de su época fue el empresario José Ber Gelbard (1917-1977), quien a principios de los ’70 era propietario de Aluar, única fábrica argentina de aluminio, que era cuestionada por las facilidades que había recibido, para ponerse en marcha, del gobierno de facto del general Alejandro Lanusse.
El periodista Alberto Dearriba relata en su libro El golpe que, a poco de haber asumido como ministro de Economía del presidente Héctor Cámpora, Gelbard fue a almorzar con el director y dos periodistas del diario El Cronista Comercial. Consultado sobre si era cierto que la planta de Aluar “había sido construida sobre terrenos prácticamente cedidos por el fisco y si recibía energía subsidiada”, el funcionario respondió: “Todo lo que dicen es verdad. Pero, ¿sabés por qué lo dicen? Porque esos incentivos siempre se los dieron a ellos. Y esta vez se lo dieron a este ruso de mierda.”
Y es una pena que la televisión, que casi todo repite hasta el hartazgo, no haya registrado lo que sí consignó el diario La Nación el 14/3/2003. En una conferencia que ofreció en la Escuela de Leyes de la Universidad de Columbia, en Nueva York, alguien tan poco afecto a la autocrítica como Domingo Cavallo se animó a reconocer: “Por supuesto que me incluyo entre los políticos que destruimos la Argentina”.

miércoles, 7 de enero de 2015

LOS INVENTOS ARGENTINOS



La inmensa mayoría de los argentinos está convencida de que hay tres inventos nacionales por excelencia: el bolígrafo, el colectivo y el dulce de leche. Pero no es tan así.
En el caso del bolígrafo, como es bastante notorio, su creador fue el húngaro Ladislao Biro (1899-1985). Terminó de desarrollarlo en 1944, cuando llevaba cuatro años residiendo en nuestro país y todavía no había adoptado la ciudadanía argentina, pero ya en 1938 –cuando aún no sospechaba que algún día viviría a este lado del Atlántico– había patentado formas rudimentarias de ese instrumento de escritura en Hungría, Francia y Suiza.
Es cierto que aquí el invento cobró forma definitiva; que desde aquí Biro vendió las patentes a las empresas Eversharp-Faber y Bic, para Estados Unidos y Europa, respectivamente, y que aquí también comenzó a fabricarlos en serie bajo la marca Birome (acrónimo de su apellido y el de su socio, Juan Jorge Meyne), palabra que aún hoy sigue utilizándose comunmente para denominar a los bolígrafos aunque hace décadas que ese nombre comercial desapareció del mercado. Pero en honor a la verdad habrá que decir que se trata de un invento húngaro apenas terminado en la Argentina.
En cuanto al colectivo, la tradición sostiene que fue creado en septiembre de 1928 por un grupo de taxistas de ocio forzoso en un café del barrio de Floresta debido a la escasez de trabajo. La idea salvadora fue convertir sus autos en taxis-colectivos, que harían recorridos fijos y, a cambio de una tarifa mucho más económica que el costo de un exclusivo viaje en taxi, llevarían a tantos pasajeros como cupieran. Aunque varias fuentes arriesgan algunos nombres, no está suficientemente demostrada la identidad ni la nacionalidad de los participantes de esa mesa, al parecer frecuentada por varios españoles, ni mucho menos la del presunto inventor, a tal punto que hay quienes lo atribuyen al historiador Diego Abad de Santillán (1897-1983), vecino y contertulio de los atribulados tacheros.
Por otra parte, tampoco se trató de una verdadera creación, si tenemos en cuenta que en Buenos Aires ya circulaban, desde varias décadas atrás, líneas de tranvías e incluso de ómnibus con trayectos fijos. En todo caso, fue una adaptación y, aunque muy práctica, no demasiado imaginativa. Los taxis-colectivos, que inmediatamente pasaron a llamarse directamente colectivos, tuvieron tanto éxito que en poco tiempo sus propietarios se vieron en la necesidad de contar con coches más grandes. Pero los creadores de esas primeras carrocerías –indudablemente diferentes de las de los tranvías y los ómnibus–, si bien tenían su taller en Buenos Aires, fueron el italiano Angel Di Césare y el catalán Alejandro Castelvi.
Con respecto al dulce de leche, está bastante difundida una leyenda que ubica su origen en la tercera década del siglo XIX en Cañuelas, a 65 kilómetros al sudoeste de la Ciudad de Buenos Aires.
Sin autoridades nacionales –no las había desde el 17/8/1827 y no volvería a haberlas hasta el 4/2/1852–, el gobernador bonaerense era el general unitario Juan Lavalle (1797-1841) desde el 1/12/1828, cuando derrocó al coronel federal Manuel Dorrego, a quien hizo fusilar doce días después. Pero Lavalle casi no pudo ejercer la gobernación –la delegó sucesivamente en el almirante Gullermo Brown y en el general Martín Rodríguez– porque permaneció al frente de las tropas que trataban de evitar el cerco de los federales. En junio de 1829 se iniciaron gestiones por la paz. Pero como no prosperaban, el líder federal Juan Manuel de Rosas (1793-1877) invitó a Lavalle a conversar sin intermediarios.
Lo que cuenta la leyenda es que Lavalle llegó al campamento de su adversario y mientras la criada fue a avisar a Rosas, el gobernador, cansado, se echó en el catre del brigadier y quedó dormido; que al volver, la mujer se asustó y salió corriendo, olvidando que había puesto a calentar la lechada (leche con azúcar, con la que el Restaurador tomaba el mate); que Rosas dejó que Lavalle descansara un buen rato y sólo cuando lo despertó, pidió el mate; que allí cayeron en la cuenta de que el contenido de la olla se había solidificado y oscurecido, y que Rosas lo probó y lo aprobó.
Lo que no cuenta esa leyenda es que para convertir leche y azúcar al fuego en dulce de leche hay que revolver constantemente; que para que la mezcla se oscurezca hay que echarle una pizca de bicarbonato, y que también Uruguay, Chile, Perú y México –en estos últimos tres países se lo conoce como manjar, manjar blanco y dulce de cajeta, respectivamente– reivindican la invención, lo cual torna verosímil la versión de que en realidad se trata de un invento árabe que llegó a España durante los ocho siglos en que estuvo bajo la dominación de los moros y que luego la Corona hispánica lo exportó a sus colonias en América.
Aunque hay otros inventos más comprobadamente argentinos e injustamente menos emblemáticos –la pelota de fútbol sin tiento y el aerosol que los árbitros utilizan para marcar la distancia a la que debe situarse la barrera durante la ejecución de un tiro libre, por ejemplo–, tal vez tenga razón mi amigo César Grinstein y el mayor invento argentino sea el de inventar supuestos inventos argentinos.
 
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Para quien desee profundizar en el análisis y el anecdotario de este asunto, recomiendo dos libros muy interesantes, entretenidos y con enfoques bien diferentes: Proezas argentinas, del periodista Hugo Caligaris (Edhasa, Buenos Aires, 2005), y Mitomanías argentinas, del antropólogo Alejandro Grimson (Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2012).