Aunque
en su trayectoria como dirigente político, sindical y hasta deportivo ha
generado argumentos de sobra, José Luis Barrionuevo pasará a la historia, antes
que nada, por dos frases que pronunció una noche de 1989: “Acá [en la
Argentina] nadie hace la plata trabajando” y “Debemos dejar de robar por dos
años”. Honestidad brutal, dirían los amantes de los títulos fáciles. A
confesión de parte, relevo de prueba, retrucarían los refranófilos, por
más que semejantes revelaciones no hayan sido evidencia suficiente para
justificar alguna clase de sanción, ni siquiera de tipo moral.
Pero
si para la mayoría de los argentinos contemporáneos Barrionuevo viene a ser
algo así como el paradigma de la extrema franqueza –o de la impunidad verbal–,
a lo que sin duda ha contribuido el hecho de que sus inolvidables sentencias
fueran pronunciadas ante una cámara de televisión y en horario central, es
justo reconocer que no fue el primero ni el último en dejar boquiabiertos a sus
compatriotas.
Tal vez el pionero
haya sido el sanjuanino Salvador María del Carril (1798-1883), quien en
diciembre de 1828 recomendó en una carta al gobernador bonaerense unitario Juan
Lavalle que ordenara el fusilamiento de su antecesor, el federal Manuel
Dorrego.
Enterado de la
ejecución y de la misiva con que el mandatario informó el hecho a su ministro
José Miguel Díaz Vélez, en la que señaló que “la historia juzgará
imparcialmente si el coronel Dorrego ha debido o no morir”, Del Carril volvió a
asesorar por escrito a Lavalle: “Es conveniente recoja usted un acta del
consejo verbal que debe haber precedido a la fusilación. Un instrumento de esta
clase, redactado con destreza, será un documento histórico muy importante para
su vida póstuma (...) Al objeto, y si para llegar siendo digno de un alma
noble, es necesario envolver la impostura con los pasaportes de la verdad, se
embrolla; y si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a los
vivos y a los muertos”.
Del Carril había sido
ministro de Hacienda del presidente Bernardino Rivadavia en 1826-27 y luego
sería ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores de Lavalle –durante tres
meses en 1829–, ministro del Interior del director provisional Justo José de
Urquiza tras las elecciones de noviembre de 1853 y vicepresidente del ya
mandatario constitucional Urquiza en 1854-60.
Quien se ponga a
estudiar a fondo la gestión presidencial (1886-90) de Miguel Juárez Celman
(1844-1909) probablemente se sorprenda por las abundantes similitudes que
encontrará con la reciente década de los ’90 en materia de límites difusos
entre negocios públicos y privados. En ese clima, el 5 de julio de 1889 se
debatía en la Cámara de Diputados la autorización para la compra –con abultado
sobreprecio, según sospechaba la prensa de la época– del terreno donde luego se
erigió la sede definitiva del Congreso de la Nación.
Ante las denuncias de
algunos legisladores, el presidente del cuerpo, el general y escritor Lucio
Victorio Mansilla (1831-1904), afirmó: “No hay en esta Cámara un solo hombre
que no tenga algún negocio. Porque si algún diputado tuviera que vivir con los
700 pesos por mes que se nos paga, se moriría de hambre (...) Es que todos los
días la ciencia y el arte inventan algo que nos hace entender que es necesario
tener dinero para vivir agradablemente, que al fin y al cabo es lo que todos
perseguimos.” Cuando el diputado Pedro Goyena le respondió advirtiendo la
diferencia entre negocios lícitos e ilícitos, el autor de Una excursión a
los indios ranqueles replicó: “Yo con los negocios honestos siempre pierdo
plata”. Según el historiador Israel Lotersztain, Mansilla agregaría días
después que “el patriotismo es una cosa y el bolsillo, otra”.
En 1891 el presidente
Carlos Pellegrini debió rescindir la escandalosa concesión que tres años antes
su antecesor, Juárez Celman, había otorgado por 45 años a la empresa inglesa
The Buenos Aires Supply and Drainage Co., subsidiaria del grupo financiero
Baring Brothers, para que brindara el servicio de aguas corrientes en la ciudad
de Buenos Aires.
El caso fue seguido
con especial interés por The South American Journal, un periódico
británico especializado en inversiones en esta región y muy influyente
entonces, que llegó a preguntarse si “las 322.000 libras esterlinas pagadas a
Mr. Celman y Mr. Wilde [Eduardo Faustino, ministro del Interior de Juárez]
podrían ser recuperadas”. Se refería, obviamente, a un presunto soborno para aceitar
la concesión. El expresidente envió cartas a la publicación, en las que
advirtió que demandaría a sus responsables pero no decía que ese pago ilegal no
se hubiera producido sino, simplemente, que “el soborno es siempre
indemostrable, pues requeriría para comprobarlo el testimonio de quien pagó,
quien a su vez con ello se autoincriminaría”.
Bastante más acá en el
tiempo, Vicente Leonides Saadi (1913-1988) fue un político destacado durante
más de cuatro décadas, desde su temprano paso en falso en la primera
presidencia de Perón –cuando en pocos meses pasó de ser operador de
confianza a uno de los tantos presos políticos del régimen– hasta su
estratégico puesto de presidente de la Comisión de Acuerdos del Senado en
1983-87.
Habilísimo negociador,
fue interlocutor constante del peronismo ante gobiernos de otras orientaciones,
incluido el régimen de facto que entre 1966 y 1970 encabezó el general Juan
Carlos Onganía. Roberto Roth, subsecretario Legal y Técnico –y uno de los
principales colaboradores del presidente– de esa administración, afirmó en sus
memorias sobre ese período, publicadas en 1980, que “a menudo almorzaba” con
Saadi. “Sus definiciones sobre nuestro gobierno –agregó– eran memorables. Me ha
quedado una: ‘Nosotros hacíamos negociados; ustedes hacen leyes’”.
Otro personaje
influyente de su época fue el empresario José Ber Gelbard (1917-1977), quien a
principios de los ’70 era propietario de Aluar, única fábrica argentina de
aluminio, que era cuestionada por las facilidades que había recibido, para
ponerse en marcha, del gobierno de facto del general Alejandro Lanusse.
El periodista Alberto
Dearriba relata en su libro El golpe que, a poco de haber asumido como
ministro de Economía del presidente Héctor Cámpora, Gelbard fue a almorzar con
el director y dos periodistas del diario El Cronista Comercial.
Consultado sobre si era cierto que la planta de Aluar “había sido construida
sobre terrenos prácticamente cedidos por el fisco y si recibía energía
subsidiada”, el funcionario respondió: “Todo lo que dicen es verdad. Pero,
¿sabés por qué lo dicen? Porque esos incentivos siempre se los dieron a ellos.
Y esta vez se lo dieron a este ruso de mierda.”
Y es una pena que la televisión, que casi todo repite hasta el hartazgo,
no haya registrado lo que sí consignó el diario La Nación el 14/3/2003. En una conferencia que ofreció en la
Escuela de Leyes de la Universidad de Columbia, en Nueva York, alguien tan poco
afecto a la autocrítica como Domingo Cavallo se animó a reconocer: “Por
supuesto que me incluyo entre los políticos que destruimos la Argentina”.
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