martes, 19 de noviembre de 2013

GOBIERNO: ¿QUÉ CAMBIA CON LOS CAMBIOS?



Todavía no pasaron cinco horas desde que se anunciara el relevo del jefe del Gabinete, dos ministros y el presidente del Banco Central, e internet ya rebosa de interpretaciones acerca del supuesto significado de esas designaciones. Es inevitable, pues expresa el reflejo de analistas de toda laya; entre ellos, nosotros, los periodistas.
Aun cuando contienen pronósticos diferentes, y en algunos casos hasta contradictorios, todos esos trabajos coinciden en algo: sus autores creen que el reemplazo de un puñado de funcionarios modificará de algún modo el rumbo de las decisiones del gobierno.
Me apresuro a aclarar que disiento de ello. Creo que no va a haber ningún cambio relevante. Y fundo mi opinión en el modelo, expresión tan cara al sector gobernante. Que no es tanto, como muchos creen, ideológico o político, sino sobre todo de management o de gestión.
Que no es tanto un modelo ideológico o político lo prueba el doble estándar que, sucesiva o a veces incluso simultáneamente, el kirchnerismo aplicó en tantas ocasiones. Vayan como ejemplos, entre muchísimos otros, los casos del sistema previsional (apoyó la creación de las AFJP en 1993, dio opción explícita para que los aportantes eligieran régimen estatal o privado en 2007 y un año después eliminó el régimen privado y confiscó los ahorros de millones de trabajadores), la línea aérea chilena LAN (alentó su instalación en 2005 para acorralar a Aerolíneas Argentinas, entonces en manos privadas, y ahora la persigue incluso por fuera de la ley para beneficiar a la Aerolíneas estatal), los medios de comunicación (fue aliado y benefactor del grupo Clarín hasta que disintió acerca del conflicto agropecuario de 2008, y desde entonces lo considera un enemigo que “ni justicia” merece, como lo demuestra el caso de los hijos de la principal accionista) y los militares denunciados por violar derechos humanos (entronizó al general Milani, quien tiene una causa similar a las que mandaron a la cárcel a decenas de camaradas).
Mucho más homogéneo y coherente a lo largo del tiempo es el modelo de gestión del kirchnerismo, basado en una concentración absoluta del poder de decisión en Néstor Kirchner y Cristina Fernández, y una fragmentación inédita del poder de los funcionarios en todas las áreas de la administración nacional.
Salvo el caso de Roberto Lavagna ‒a quien Kirchner toleró durante sus primeros dos años y medio de mandato‒, desde el 25 de mayo de 2003 no hubo en la Argentina un jefe del Gabinete ni un ministro con autoridad para llevar adelante alguna política.
No se trata, desde luego, de que los ministros tengan independencia decisoria de los presidentes a quienes asisten, pero sí de que dispongan de autoridad delegada para diseñar e implementar políticas ‒acordes con los objetivos estratégicos encomendados por el mandatario, naturalmente‒, e interactuar con la sociedad.
Mientras la Presidenta no dé señales de que cambiará su modelo de gestión ‒y hasta ahora no ha dado ninguna, siquiera remota, por más que, como bien señalara Carlos Pagni en su nota de ayer en La Nación, “la verdadera incógnita” del momento es si Cristina “conserva la vocación” de ejercer el poder tras su reciente episodio de salud‒, ¿qué deberíamos esperar que haga Capitanich que no pudieron hacer Abal Medina, Aníbal Fernández, Massa o Alberto Fernández? ¿Qué puede garantizarnos Kiciloff por encima de lo que ofrecieron Lorenzino, Boudou, Carlos Fernández o Loustau? ¿Cuán verdaderamente distinta podrá ser la gestión de Casamiquella en relación con las de Yauhar o Domínguez? ¿Por qué creer que Fábrega le dará al Banco Central un perfil diferente del que le dio Marcó del Pont?
Si Capitanich aceptó resignar el liderazgo indiscutido de su provincia para volver a ejercer el cargo que ya había desempeñado en los primeros meses del turbulento gobierno de Duhalde es porque seguramente apuesta a ser el candidato oficial a suceder a Cristina. Si ésta no modifica su modelo de gestión ‒basado en el modelo mental según el cual sólo existen dos categorías de personas, los esclavos y los enemigos, según sostenía en los tiempos de Kirchner uno de los pocos habitués de la mesa chica del santacruceño‒, ¿por qué esperar de Capitanich otra cosa que no sea un soldado disciplinado, preocupado únicamente por satisfacer a quien tiene la decisión intransferible de ungirlo como su delfín?
Es probable que la promoción de Kiciloff represente una suerte de aval a sus ideas y a sus recetas. Sin embargo, no parece suficiente para disipar, aunque sea en forma parcial, la atomización de corrientes de opinión y micropoderes que, mucho más que a cualquier otra área, caracteriza al equipo económico del gobierno. Hasta ahora, el recambio de funcionarios no alcanzó para allanarle demasiados obstáculos, más allá de Lorenzino. Hasta el de Marcó del Pont resulta neutro para el nuevo ministro, que no tiene buena sintonía con Fábrega. Tal vez pueda ser otra cosa si mañana nos enteráramos de que también se irán Moreno y, sobre todo, Echegaray. Pero aun así, ¿qué nos habilita a suponer que la política económica del gobierno dejará de ser la sucesión de parches espasmódicos y tardíos, y a menudo inútilmente restrictivos, que ha sido hasta ahora? En todo caso, el verdadero interés estará centrado en tratar de saber cuáles pueden ser las próximas medidas para anticipar cómo pueden llegar a impactar sobre la actividad de cada uno. O sea: igual que hasta ahora.
Para no abundar, lo mismo vale para los nuevos ministro de Agricultura y presidente del Banco Central.
Como siempre, la dueña de la pelota es una sola. Hasta ahora, no quiso prestarla nunca, ni por un ratito. Si no cambia de opinión ‒y, por lo visto, no parece fácil que lo haga‒, todo seguirá igual.

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