domingo, 5 de enero de 2014

NADIE RECONOCE A UN HÉROE



Anteayer, viernes, a media mañana, conversaba con un amigo en el Martínez de Corrientes entre San Martín y Reconquista. En un momento, captó mi atención el ingreso en el lugar de un señor mayor, impecablemente vestido de blazer y corbata, que se sentó a la barra, muy cerca de la entrada, y pidió un café. Le dije a mi amigo:
‒ Fijate en ese tipo que entró. Me parece que es...
‒ Sí, es él, ratificó mi amigo, sin dudar.
Una vez que bebió tranquilamente su café, el hombre cruzó todo el salón, a paso lento pero erguido, para ir al baño. Lo seguí con la vista en todo el trayecto, lo mismo que un rato después, cuando lo cumplió en sentido opuesto y siguió hasta la calle.
Más de la mitad de las mesas del amplio salón estaba ocupada y en la mayoría de los casos, por personas no del todo jóvenes. Pero nadie lo reconoció.
Sólo para evitar una nueva descortesía hacia mi amigo, a quien había interrumpido bruscamente en la conversación para hacerle notar la presencia de aquel hombre, reprimí el deseo de ir a saludarlo y cambiar algunas palabras con él.
Era Julio César Strassera, el fiscal del histórico juicio de 1985 a los miembros de las primeras tres juntas de comandantes de las Fuerzas Armadas durante el último gobierno de facto, aquel que cerró su alegato con la inolvidable frase: “Señores jueces, nunca más”.
Desfilaron rápidamente por mi mente momentos de aquel largo proceso que cubrí como periodista. Entre ellos, la jornada del 14 de agosto de 1985. Esa tarde, después de casi cuatro meses y 833 declaraciones, habían terminado las audiencias testimoniales del juicio, y Strassera y su adjunto, Luis Moreno Ocampo, aceptaron la invitación de un pequeño grupo de cronistas que casi todas las noches, desde el 22 de abril, buscábamos relajar la tensión que nos provocaba esa cobertura en las mesas del desaparecido restaurante Pichuco, en Talcahuano al 200. La sobremesa siguió hasta bien entrada la madrugada, en la vereda de una confitería en la esquina de Santa Fe y Carlos Pellegrini.
Si acaso me vio el viernes, Strassera no pudo reconocerme. Jamás volví a hablar con él desde aquella noche de hace más de 28 años y mi fisonomía ha cambiado bastante en tan amplio intervalo.
Creo no exagerar si digo que considero a Strassera una suerte de héroe contemporáneo. Contra cierta opinión extendida en la última década, que ‒por analizarlo fuera de contexto, en el mejor de los casos, o con deshonesto interés, en algunos bastante notorios‒ desmerece lo actuado en los primeros años tras la recuperación de la democracia en materia de persecución penal a los responsables de todas las formas de terrorismo, sostengo que Strassera hizo un aporte decisivo para dejar atrás la larga etapa de los golpes de estado y los gobiernos de facto en la Argentina. Por supuesto, no fue el único: la lista incluye a sus colaboradores en la Fiscalía, los jueces de la Cámara Federal, los integrantes de la Conadep y algunos miembros del gobierno que encabezaba el presidente Raúl Alfonsín. Y creo que lo hicieron heroicamente porque lo realizaron a pesar de la oposición o la indiferencia ‒según los momentos‒ del peronismo, que en 1983 votó la autoamnistía de los militares y en 1989 votaría los indultos, y cuando lo único que habían perdido las Fuerzas Armadas era el prestigio pero mantenían intactos el presupuesto y el poder de fuego.
Me alegró verlo a Strassera bien de salud a sus 80 años y caminando tranquilo por la ciudad ‒cómo olvidar que poco después de aquel histórico juicio, Alfonsín le dio un destino diplomático en Suiza porque temía que atentaran contra su vida‒, pero me entristeció que nadie lo reconociera.

3 comentarios:

  1. Tal vez el premio que buscó Strassera haya sido ese, poder tomar un café en su vejez sin que nadie lo importune, Bien visto, no es poco para un hombre que podría haber buscado mayores réditos por ese servicio memorable a la democracia pero se mantuvo casi al margen del fragor de la política y de los fragotes del poder. De todos modos, estaría bueno que cada tanto alguien lo pare para agradecerle. Daniel Casas

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  2. Querido Alejandro: coincido. Me parece que un problema nuestro es el “cómo” hacer las cosas que hay que hacer. Las Malvinas pareciera que son nuestras, pero así no se recuperan (la señora no manda negociadores sino flotas). La represión es una obligación del Estado, pero no se ejerce despareciendo, torturando y de paso afanándole la empresa o el hijo a alguien. Claro que había que presentar en concurso al país en 2002, pero no así (después te embargan fragatas en Ghana). El juicio a las juntas, creo, fue un intervalo lúcido de nuestra displicencia por acordar sobre reglas.
    "En cierta ocasión en que el padre Nicanor llevó al castaño un tablero y una caja de fichas para invitarlo a jugar a las damas, José Arcadio Buendía no aceptó, según dijo, porque nunca pudo entender el sentido de una contienda entre dos adversarios que estaban de acuerdo en los principios. El padre Nicanor, que jamás había visto de ese modo el juego de damas, no pudo volverlo a jugar. Cada vez más asombrado de la lucidez de José Arcadio Buendía, le preguntó cómo era posible que lo tuviesen amarrado a un árbol. ‘Hoc est simplicissimum –contestó él- porque estoy loco’ (GGM, “Cien años de soledad”).

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  3. Alejandro. Creo muy justo el reconocimiento a este militante verdadero de la lucha por la verdad y la justicia. Alguien que más allá de las palabras, hizo y no buscó una conveniencia personal.

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