La inmensa mayoría de los argentinos está
convencida de que hay tres inventos nacionales por excelencia: el bolígrafo, el
colectivo y el dulce de leche. Pero no es tan así.
En el
caso del bolígrafo, como es bastante notorio, su creador fue el húngaro
Ladislao Biro (1899-1985). Terminó de desarrollarlo en 1944, cuando llevaba
cuatro años residiendo en nuestro país y todavía no había adoptado la
ciudadanía argentina, pero ya en 1938 –cuando aún no sospechaba que algún día
viviría a este lado del Atlántico– había patentado formas rudimentarias de ese
instrumento de escritura en Hungría, Francia y Suiza.
Es cierto que aquí el invento cobró forma
definitiva; que desde aquí Biro vendió las patentes a las empresas
Eversharp-Faber y Bic, para Estados Unidos y Europa, respectivamente, y que
aquí también comenzó a fabricarlos en serie bajo la marca Birome (acrónimo de
su apellido y el de su socio, Juan Jorge Meyne), palabra que aún hoy sigue
utilizándose comunmente para denominar a los bolígrafos aunque hace décadas que
ese nombre comercial desapareció del mercado. Pero en honor a la verdad habrá
que decir que se trata de un invento húngaro apenas terminado en la Argentina.
En cuanto al colectivo, la tradición sostiene
que fue creado en septiembre de 1928 por un grupo de taxistas de ocio forzoso
en un café del barrio de Floresta debido a la escasez de trabajo. La idea
salvadora fue convertir sus autos en taxis-colectivos, que harían
recorridos fijos y, a cambio de una tarifa mucho más económica que el costo de
un exclusivo viaje en taxi, llevarían a tantos pasajeros como cupieran. Aunque
varias fuentes arriesgan algunos nombres, no está suficientemente demostrada la
identidad ni la nacionalidad de los participantes de esa mesa, al parecer
frecuentada por varios españoles, ni mucho menos la del presunto inventor, a
tal punto que hay quienes lo atribuyen al historiador Diego Abad de Santillán
(1897-1983), vecino y contertulio de los atribulados tacheros.
Por otra parte, tampoco se trató de una
verdadera creación, si tenemos en cuenta que en Buenos Aires ya circulaban,
desde varias décadas atrás, líneas de tranvías e incluso de ómnibus con
trayectos fijos. En todo caso, fue una adaptación y, aunque muy práctica, no
demasiado imaginativa. Los taxis-colectivos, que inmediatamente pasaron
a llamarse directamente colectivos, tuvieron tanto éxito que en poco
tiempo sus propietarios se vieron en la necesidad de contar con coches más
grandes. Pero los creadores de esas primeras carrocerías –indudablemente
diferentes de las de los tranvías y los ómnibus–, si bien tenían su taller en
Buenos Aires, fueron el italiano Angel Di Césare y el catalán Alejandro
Castelvi.
Con
respecto al dulce de leche, está bastante difundida una leyenda que ubica su
origen en la tercera década del siglo XIX en Cañuelas, a 65 kilómetros al
sudoeste de la Ciudad de Buenos Aires.
Sin
autoridades nacionales –no las había desde el 17/8/1827 y no volvería a
haberlas hasta el 4/2/1852–, el gobernador bonaerense era el general unitario
Juan Lavalle (1797-1841) desde el 1/12/1828, cuando derrocó al coronel federal
Manuel Dorrego, a quien hizo fusilar doce días después. Pero Lavalle casi no
pudo ejercer la gobernación –la delegó sucesivamente en el almirante Gullermo
Brown y en el general Martín Rodríguez– porque permaneció al frente de las
tropas que trataban de evitar el cerco de los federales. En junio de 1829 se
iniciaron gestiones por la paz. Pero como no prosperaban, el líder federal Juan
Manuel de Rosas (1793-1877) invitó a Lavalle a conversar sin intermediarios.
Lo que
cuenta la leyenda es que Lavalle llegó al campamento de su adversario y
mientras la criada fue a avisar a Rosas, el gobernador, cansado, se echó en el
catre del brigadier y quedó dormido; que al volver, la mujer se asustó y salió
corriendo, olvidando que había puesto a calentar la lechada (leche con
azúcar, con la que el Restaurador tomaba el mate); que Rosas dejó que Lavalle
descansara un buen rato y sólo cuando lo despertó, pidió el mate; que allí
cayeron en la cuenta de que el contenido de la olla se había solidificado y
oscurecido, y que Rosas lo probó y lo aprobó.
Lo que no cuenta esa leyenda es que para
convertir leche y azúcar al fuego en dulce de leche hay que revolver
constantemente; que para que la mezcla se oscurezca hay que echarle una pizca
de bicarbonato, y que también Uruguay, Chile, Perú y México –en estos últimos
tres países se lo conoce como manjar, manjar blanco y dulce de
cajeta, respectivamente– reivindican la invención, lo cual torna verosímil
la versión de que en realidad se trata de un invento árabe que llegó a España
durante los ocho siglos en que estuvo bajo la dominación de los moros y que
luego la Corona hispánica lo exportó a sus colonias en América.
Aunque hay otros inventos más comprobadamente
argentinos e injustamente menos emblemáticos –la pelota de fútbol sin tiento y
el aerosol que los árbitros utilizan para marcar la distancia a la que debe
situarse la barrera durante la ejecución de un tiro libre, por ejemplo–, tal
vez tenga razón mi amigo César Grinstein y el mayor invento argentino sea el de
inventar supuestos inventos argentinos.
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Error, querido Alejandro. El punto es el concepto de argentino. Facundo Cabral decía que no hay nada más argentino que no ser argentino. Gardel, Cortázar, Le Pera simplemente merecieron, por grandes, ser argentinos. Modestamente. Además la lucha es estéril. En una comida en Madrid con varios individuos bastante cultos, ninguno sabía que Alterio venía de acá. Las fronteras interesan sólo a los cartógrafos, como escribió JLB. Y a Lomuto, por suerte. Marcelo G.
ResponderBorrarNo, Romualdo. No me interesan las fronteras, aunque como cronista deba registrarlas. Sí me interesan las personas y las culturas. Si bien nacieron fuera del país, Gardel, Cortázar y Le Pera se criaron en la Argentina y fueron culturalmente argentinos. Probablemente también lo hayan sido algunos de los "inventores" del colectivo. Como sea, bienvenido el intercambio de enfoques sobre el asunto.
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