Los uruguayos van hoy a las urnas para elegir al próximo
presidente. Nada hace presagiar una sorpresa. Todo indica que el sucesor de
José Mujica será su correligionario Tabaré Vázquez.
El resultado de la primera vuelta sugirió una sociedad partida en dos: casi 48 por ciento votó por el candidato del Frente Amplio centroizquierdista que gobierna desde hace 10 años y casi 44 por ciento eligió la fórmula de alguno de los dos partidos tradicionales, el más nacionalista Nacional (blanco) o el más liberal Colorado.
“Muchos afirman que el país se encuentra dividido en dos mitades, pero no es tan así; los uruguayos tienen más cosas en común que las que reconocen en público”, me dijo el viernes la periodista uruguaya Ulrica Nagle. Probablemente tenga razón. Por más que el discurso populista de moda se resista a reconocerle carácter progresista, era el Partido Colorado el que estaba en el gobierno cuando Uruguay sancionó la educación laica, pública, gratuita y obligatoria, en 1876; el divorcio, en 1907, y el derecho de las mujeres a votar, en 1932 (en la Argentina, la ley de educación laica, pública, gratuita y obligatoria data de 1884; el divorcio legal rigió fugazmente entre 1954 y 1955 y volvió, se supone que definitivamente, en 1987, y el voto femenino existía de manera restringida desde 1862 pero se universalizó por ley en 1947). Y en 2009, aunque reeligió para el gobierno al Frente Amplio, la mayoría de los uruguayos ratificó en referendo por segunda vez ‒ya lo había hecho en 1989‒ la vigencia de la Ley de Caducidad que impide al Estado perseguir penalmente a militares y policías que cometieron delitos con “móviles políticos” durante la última dictadura (1973-85), y que fuera promulgada en 1986, un año después que la Ley de Amnistía que benefició a los guerrilleros que actuaron antes y durante aquel régimen de facto. La Ley de Caducidad fue sancionada en el Congreso con los votos de todos los legisladores del entonces gobernante Partido Colorado y la mayoría de los del Partido Nacional, y pese a la oposición del resto de los blancos y todos los del Frente Amplio.
El resultado de la primera vuelta sugirió una sociedad partida en dos: casi 48 por ciento votó por el candidato del Frente Amplio centroizquierdista que gobierna desde hace 10 años y casi 44 por ciento eligió la fórmula de alguno de los dos partidos tradicionales, el más nacionalista Nacional (blanco) o el más liberal Colorado.
“Muchos afirman que el país se encuentra dividido en dos mitades, pero no es tan así; los uruguayos tienen más cosas en común que las que reconocen en público”, me dijo el viernes la periodista uruguaya Ulrica Nagle. Probablemente tenga razón. Por más que el discurso populista de moda se resista a reconocerle carácter progresista, era el Partido Colorado el que estaba en el gobierno cuando Uruguay sancionó la educación laica, pública, gratuita y obligatoria, en 1876; el divorcio, en 1907, y el derecho de las mujeres a votar, en 1932 (en la Argentina, la ley de educación laica, pública, gratuita y obligatoria data de 1884; el divorcio legal rigió fugazmente entre 1954 y 1955 y volvió, se supone que definitivamente, en 1987, y el voto femenino existía de manera restringida desde 1862 pero se universalizó por ley en 1947). Y en 2009, aunque reeligió para el gobierno al Frente Amplio, la mayoría de los uruguayos ratificó en referendo por segunda vez ‒ya lo había hecho en 1989‒ la vigencia de la Ley de Caducidad que impide al Estado perseguir penalmente a militares y policías que cometieron delitos con “móviles políticos” durante la última dictadura (1973-85), y que fuera promulgada en 1986, un año después que la Ley de Amnistía que benefició a los guerrilleros que actuaron antes y durante aquel régimen de facto. La Ley de Caducidad fue sancionada en el Congreso con los votos de todos los legisladores del entonces gobernante Partido Colorado y la mayoría de los del Partido Nacional, y pese a la oposición del resto de los blancos y todos los del Frente Amplio.
Pero si algo iguala a los líderes políticos uruguayos, por
encima de cualquier diferencia, es su preocupación permanente por la educación.
Pueden disentir ‒y, de hecho, no se privan de hacerlo‒ en materia de políticas,
planes, tiempos y demás matices para el sector, pero no hay discurso de campaña
ni entrevista periodística de cierta profundidad en los que el tema esté
ausente.
Julio María Sanguinetti (presidente en 1985-90 y 1995-2000, y, como escribió el periodista mendocino Mauricio Llaver y suscribo, “uno de los hombres públicos más interesantes de América latina”) no deja pasar ocasión para referirse a ello. “Tenemos que financiar una nueva educación”, exhortó en el primer Foro Iberoamérica, en 2000. Hace 20 días, cuando conversé con él en Buenos Aires, le pregunté cuáles son, a su juicio, los desafíos más urgentes de la región. “El primer gran desafío es la educación ‒me respondió‒. De 67 países que evalúa el PISA [Programme for International Student Assessment, o Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes], los ocho latinoamericanos estamos entre el puesto 53 y el 67. El último PISA, el de 2012, mostró a Uruguay en la peor evaluación de 2000 para acá. Y en la Argentina, siete de cada 10 muchachos de 15 a 16 años no llegan al nivel uno en matemática y 53 por ciento no llega al nivel dos en materia de lectura. Estamos hablando de la patria de Sarmiento. Mucha gente tiene una visión, a veces desde las gremiales, de que basta aumentar los sueldos y destinar recursos para que la mejoría ocurra. Y no es así. En Uruguay se aumentó mucho la dotación de recursos, eso es verdad, pasó de 3,5 por ciento del PBI a 4,6 por ciento del PBI, y nunca tuvimos peores resultados. Quiere decir que el tema no es simplemente dinero.”
En abril de 2009, ya lanzado a la campaña que lo llevó a la Presidencia, Mujica pronunció un recordado discurso ante científicos e intelectuales uruguayos. Dijo entonces: “El puente entre este hoy y ese mañana que queremos tiene un nombre y se llama educación. Y miren que es un puente largo y difícil de cruzar. Las inversiones en educación son de rendimiento lento, no le lucen a ningún gobierno, movilizan resistencias y obligan a postergar otras demandas. Pero hay que hacerlo, y hay que hacerlo ahora, cuando todavía está fresco el milagro tecnológico de internet y se abren oportunidades nunca vistas de acceso al conocimiento. Este nuevo mundo no nos simplifica la vida, nos la complica. Nos obliga a ir más lejos y más hondo en la educación. No hay tarea más grande delante de nosotros.”
Por supuesto, la educación estuvo en la primera línea de la campaña para estas elecciones. Antes de la primera vuelta, Vázquez propuso un sistema de bonos (subsidios) para que alumnos que hoy estudian en escuelas estatales puedan pasarse a colegios privados, y provocó reacciones. “Ha confesado que quiere privatizar la educación pública, a la chilena; nosotros vamos a defender la educación pública”, dijo el candidato blanco a vice, Jorge Larrañaga. También de “privatizar” habló la Federación Nacional de Profesores a través de su dirigente José Olivera, quien advirtió: “No estamos dispuestos a admitir que se haga con fondos del Estado. No está en el programa ni fue discutido por el Frente Amplio.” Para bajarle el tono a la polémica, el compañero de fórmula de Vázquez, Raúl Sendic, explicó que “el voucher es una herramienta transitoria que va a permitir dar cobertura donde la infraestructura pública no es suficiente”. Desde la vereda de enfrente, Lacalle Pou sostuvo que “hay una emergencia educativa” y el jueves pasado, al cerrar su campaña, aseguró que su “mayor desvelo” es lograr una “educación pública de calidad”.
Desde luego, los uruguayos no son los únicos preocupados por la educación. En mayo de este año, la entonces canciller del Perú, Eda Rivas, me decía: “En los dos últimos años, en mi país un millón de personas han dejado de ser pobres. Pero no basta sacarlas de la línea de la pobreza. Tenemos que integrarlas a un sistema productivo. Los programas sociales, en algún momento, si la política social tiene sus mejores efectos, tienen que desaparecer y convertirse en programas de desarrollo. El presidente Ollanta Humala ha emprendido reformas que no se han querido emprender antes porque a la gente no le gustan los cambios hasta que no ve los resultados positivos, y los resultados positivos no se tienen en cinco años. Una es la reforma en la educación. Nosotros ya rendimos la prueba PISA todos los años. La de este año no va a haber mejorado mucho, ya lo sabemos. A lo mejor nos van a criticar porque no ha mejorado, pero es que de un año a otro no va a mejorar. El asunto es la tendencia, y en eso estamos trabajando.”
Incluso en Ecuador, el presidente Rafael Correa ‒populista, bolivariano y acaso el más tenaz represor de la libertad de expresión en la región‒ está llevando adelante una verdadera revolución educativa que incluye la formación universitaria de docentes, la contratación de profesores e investigadores extranjeros, el financiamiento estatal a ecuatorianos que consigan becas para estudiar en el exterior, la evaluación permanente de alumnos y docentes, la implantación del examen de ingreso a la universidad estatal, el cierre de 14 universidades por falta de calidad, el concurso de todos los cargos docentes, la prohibición constitucional de huelgas en el sistema educativo y, según el propio mandatario, “el principio de una estricta meritocracia”.
Mientras tanto, en la Argentina ‒la patria de Sarmiento, como subrayó Sanguinetti‒, la agenda preelectoral está dominada por las encuestas de imagen, las negociaciones de coaliciones que prometan buenos resultados electorales sin discutir programas de gobierno y el estúpido simbolismo de fotos de las que cualquier ciudadano de a pie se olvida al día siguiente de que fueron publicadas. ¿La educación? Bien, gracias. O no tan bien. El ministro del ramo, Alberto Sileoni, dijo en diciembre de 2013, al conocer los datos de las últimas pruebas PISA: “Esperábamos otros resultados. Evidentemente tenemos que seguir trabajando. Más allá de otras discusiones, quiero centrarme en que es necesario que el sistema educativo sea evaluado permanentemente.” Llamativamente, hace un mes Sileoni no asistió ‒sí lo hizo el jefe del Gabinete, Jorge Capitanich‒ al “Encuentro nacional más y mejor educación para todos”, organizado por un grupo de entidades afines al Gobierno, donde el secretario ejecutivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso, una organización creada por iniciativa de la Unesco y convertida con el tiempo en un think-tank del populismo regional), Pablo Gentili, dijo, seguramente sin sonrojarse: “Yo recomendaría que la Argentina se retirara de PISA. Dentro de poco, con esta obsesión por las comparaciones vamos a medirles el cráneo a los niños.”
Me duele, pero no encuentro argumentos para refutar al periodista estadounidense Roger Cohen, quien el 27 de febrero de este año, en un artículo publicado en The New York Times, afirmó que la Argentina era “un caso perverso en sí mismo” porque “hace un siglo era más rica que Suecia, Francia, Austria e Italia, y miraba al paupérrimo Brasil con desprecio”, y ahora, como dijo el politólogo Javier Corrales, “es un caso único de un país que completó la transición al subdesarrollo”.
Julio María Sanguinetti (presidente en 1985-90 y 1995-2000, y, como escribió el periodista mendocino Mauricio Llaver y suscribo, “uno de los hombres públicos más interesantes de América latina”) no deja pasar ocasión para referirse a ello. “Tenemos que financiar una nueva educación”, exhortó en el primer Foro Iberoamérica, en 2000. Hace 20 días, cuando conversé con él en Buenos Aires, le pregunté cuáles son, a su juicio, los desafíos más urgentes de la región. “El primer gran desafío es la educación ‒me respondió‒. De 67 países que evalúa el PISA [Programme for International Student Assessment, o Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes], los ocho latinoamericanos estamos entre el puesto 53 y el 67. El último PISA, el de 2012, mostró a Uruguay en la peor evaluación de 2000 para acá. Y en la Argentina, siete de cada 10 muchachos de 15 a 16 años no llegan al nivel uno en matemática y 53 por ciento no llega al nivel dos en materia de lectura. Estamos hablando de la patria de Sarmiento. Mucha gente tiene una visión, a veces desde las gremiales, de que basta aumentar los sueldos y destinar recursos para que la mejoría ocurra. Y no es así. En Uruguay se aumentó mucho la dotación de recursos, eso es verdad, pasó de 3,5 por ciento del PBI a 4,6 por ciento del PBI, y nunca tuvimos peores resultados. Quiere decir que el tema no es simplemente dinero.”
En abril de 2009, ya lanzado a la campaña que lo llevó a la Presidencia, Mujica pronunció un recordado discurso ante científicos e intelectuales uruguayos. Dijo entonces: “El puente entre este hoy y ese mañana que queremos tiene un nombre y se llama educación. Y miren que es un puente largo y difícil de cruzar. Las inversiones en educación son de rendimiento lento, no le lucen a ningún gobierno, movilizan resistencias y obligan a postergar otras demandas. Pero hay que hacerlo, y hay que hacerlo ahora, cuando todavía está fresco el milagro tecnológico de internet y se abren oportunidades nunca vistas de acceso al conocimiento. Este nuevo mundo no nos simplifica la vida, nos la complica. Nos obliga a ir más lejos y más hondo en la educación. No hay tarea más grande delante de nosotros.”
Por supuesto, la educación estuvo en la primera línea de la campaña para estas elecciones. Antes de la primera vuelta, Vázquez propuso un sistema de bonos (subsidios) para que alumnos que hoy estudian en escuelas estatales puedan pasarse a colegios privados, y provocó reacciones. “Ha confesado que quiere privatizar la educación pública, a la chilena; nosotros vamos a defender la educación pública”, dijo el candidato blanco a vice, Jorge Larrañaga. También de “privatizar” habló la Federación Nacional de Profesores a través de su dirigente José Olivera, quien advirtió: “No estamos dispuestos a admitir que se haga con fondos del Estado. No está en el programa ni fue discutido por el Frente Amplio.” Para bajarle el tono a la polémica, el compañero de fórmula de Vázquez, Raúl Sendic, explicó que “el voucher es una herramienta transitoria que va a permitir dar cobertura donde la infraestructura pública no es suficiente”. Desde la vereda de enfrente, Lacalle Pou sostuvo que “hay una emergencia educativa” y el jueves pasado, al cerrar su campaña, aseguró que su “mayor desvelo” es lograr una “educación pública de calidad”.
Desde luego, los uruguayos no son los únicos preocupados por la educación. En mayo de este año, la entonces canciller del Perú, Eda Rivas, me decía: “En los dos últimos años, en mi país un millón de personas han dejado de ser pobres. Pero no basta sacarlas de la línea de la pobreza. Tenemos que integrarlas a un sistema productivo. Los programas sociales, en algún momento, si la política social tiene sus mejores efectos, tienen que desaparecer y convertirse en programas de desarrollo. El presidente Ollanta Humala ha emprendido reformas que no se han querido emprender antes porque a la gente no le gustan los cambios hasta que no ve los resultados positivos, y los resultados positivos no se tienen en cinco años. Una es la reforma en la educación. Nosotros ya rendimos la prueba PISA todos los años. La de este año no va a haber mejorado mucho, ya lo sabemos. A lo mejor nos van a criticar porque no ha mejorado, pero es que de un año a otro no va a mejorar. El asunto es la tendencia, y en eso estamos trabajando.”
Incluso en Ecuador, el presidente Rafael Correa ‒populista, bolivariano y acaso el más tenaz represor de la libertad de expresión en la región‒ está llevando adelante una verdadera revolución educativa que incluye la formación universitaria de docentes, la contratación de profesores e investigadores extranjeros, el financiamiento estatal a ecuatorianos que consigan becas para estudiar en el exterior, la evaluación permanente de alumnos y docentes, la implantación del examen de ingreso a la universidad estatal, el cierre de 14 universidades por falta de calidad, el concurso de todos los cargos docentes, la prohibición constitucional de huelgas en el sistema educativo y, según el propio mandatario, “el principio de una estricta meritocracia”.
Mientras tanto, en la Argentina ‒la patria de Sarmiento, como subrayó Sanguinetti‒, la agenda preelectoral está dominada por las encuestas de imagen, las negociaciones de coaliciones que prometan buenos resultados electorales sin discutir programas de gobierno y el estúpido simbolismo de fotos de las que cualquier ciudadano de a pie se olvida al día siguiente de que fueron publicadas. ¿La educación? Bien, gracias. O no tan bien. El ministro del ramo, Alberto Sileoni, dijo en diciembre de 2013, al conocer los datos de las últimas pruebas PISA: “Esperábamos otros resultados. Evidentemente tenemos que seguir trabajando. Más allá de otras discusiones, quiero centrarme en que es necesario que el sistema educativo sea evaluado permanentemente.” Llamativamente, hace un mes Sileoni no asistió ‒sí lo hizo el jefe del Gabinete, Jorge Capitanich‒ al “Encuentro nacional más y mejor educación para todos”, organizado por un grupo de entidades afines al Gobierno, donde el secretario ejecutivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso, una organización creada por iniciativa de la Unesco y convertida con el tiempo en un think-tank del populismo regional), Pablo Gentili, dijo, seguramente sin sonrojarse: “Yo recomendaría que la Argentina se retirara de PISA. Dentro de poco, con esta obsesión por las comparaciones vamos a medirles el cráneo a los niños.”
Me duele, pero no encuentro argumentos para refutar al periodista estadounidense Roger Cohen, quien el 27 de febrero de este año, en un artículo publicado en The New York Times, afirmó que la Argentina era “un caso perverso en sí mismo” porque “hace un siglo era más rica que Suecia, Francia, Austria e Italia, y miraba al paupérrimo Brasil con desprecio”, y ahora, como dijo el politólogo Javier Corrales, “es un caso único de un país que completó la transición al subdesarrollo”.