domingo, 30 de noviembre de 2014

HURACÁN 1, PASCAL 0


Igual que la mayoría de los argentinos, soy futbolero. Igual que muchísimos argentinos ‒probablemente también mayoría‒, no soy hincha de Boca ni de River. Por lo tanto, pertenezco a esa multitud variopinta de sufrientes para quienes los títulos de campeón y las vueltas olímpicas son acontecimientos que, con suerte, se dan pocas veces en la vida.
Soy un estoico hincha de Huracán. Tan estoico, que ni siquiera puedo echarle la culpa a alguien por ello. Mi padre es de Atlanta pero, como en la época de mi despertar al fútbol era cronista deportivo, cada vez que me llevaba a la cancha íbamos a ver a equipos de clubes distintos. El que sí hizo fuerza para que me hiciera de Atlanta fue mi abuelo ‒a quien hoy, más de 32 años después de su muerte, sigo extrañando‒, pero esa fue una de las dos cosas que no logró legarme (la otra, felizmente para mí, fue su simpatía por el peronismo).
Nunca logré recordar por qué, pero lo cierto es que tenía ocho años ‒corría 1968‒ cuando resolví que sería de Huracán para siempre. Lo vi campeón en 1973, con el equipo inolvidable de Houseman, Brindisi, Avallay, Babington y Larrosa que dirigía Menotti, y me ilusioné con ese lustro espectacular (tercero en 1972 y 1974, subcampeón en 1975 y 1976). Me desencanté con el retorno a la mediocridad futbolística de los años posteriores. No me resultó indiferente que otros dos grandes ‒San Lorenzo, en 1981, y Racing, en 1983‒ conocieran la Primera B mientras nosotros seguíamos orgullosamente invictos en materia de descensos.
Durante el gobierno de Alfonsín, mi entusiasmo por la militancia política fue proporcional a mi alejamiento del fútbol. En esa época fui muy pocas veces a la cancha. Pero aunque no vi ese maldito partido ni por televisión, el primer descenso, el de 1986, sigue doliéndome como el primer día. No volvimos al primer año, como San Lorenzo, ni al segundo, como Racing. ¡Cuatro años tardamos! Cuando Huracán regresó a Primera, en 1990, ya hacía más de un año que había vuelto a ir la cancha. Poco después compré un abono a platea que mantuve durante varios años.
Me ilusioné nuevamente en 1994, con el torneo perdido en la última fecha ante un Independiente sin duda mucho mejor. Sufrí el segundo descenso, en 1999, y me tranquilicé con el regreso a Primera en un año. Desde entonces, casi todo fue un desastre: descenso en 2003, otros cuatro años en la B Nacional, regreso en 2007, el robo descarado de lo que debió haber sido el campeonato en 2009 (con el equipo que dirigía Cappa, que me hacía gozar por el espectáculo que daba en la cancha y al mismo tiempo sufrir, porque sabía que se desintegraría inmediatamente aunque fuera campeón), el último descenso en 2011, el desempate perdido con Independiente a mitad de este año y, ahora, el casi milagro que necesitamos para volver a Primera.
No sé muy bien por qué, pero a medida que Huracán fue hundiéndose deportiva e institucionalmente, yo fui sintiéndome cada vez más cerca y cada vez más pendiente. Agnóstico y escéptico a más no poder, trato de ser lo más racional posible en cada acto de mi vida. Incluso, en parte, también con Huracán: no tolero las canciones de tribuna que aluden a la cultura barrabrava e intento ser analítico y crítico tanto con el equipo ‒buscando primero los errores propios, para no responsabilizar siempre a los demás por nuestras derrotas‒ como con la conducción del club. Sin embargo, creo que Huracán puede con mi inteligencia y mi razón.
El miércoles pasado, el Globo ganó la Copa Argentina. Un probable compromiso de trabajo ‒que, para colmo, no se concretó‒ me impidió ir a ver la final en San Juan. Lo vi por televisión. Al terminar el partido, mi teléfono comenzó a sonar como nunca. No recuerdo un cumpleaños para el que me hayan llamado tantos amigos. Al día siguiente, mis compañeros de trabajo me recibieron con un aplauso. Me enorgulleció y me emocionó. Pero también me preocupó: ¿es coherente que convivan en mí el ser que intenta ser racional y lógico en la mayoría de los actos de su vida y aquel al que le cuesta controlar sus emociones cuando se trata de Huracán?
Recordé inmediatamente la célebre frase de Blas Pascal: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”. Y a continuación, para mi tranquilidad, también la refutación que de esa afirmación hace mi amigo, el profesor César Grinstein, en su libro ConVersar - El poder transformador de la palabra. “La separación mente-corazón, o razón-emociones, es una división antinatural que poco tiene que ver con la verdadera naturaleza del fenómeno humano”, dice Grinstein, y agrega: “Si tengo algún rasgo de inteligencia, éste está dado por mi capacidad para emocionarme de tal forma por algo que sólo existe en mis deseos. Me enorgullezco de tener la maravillosa capacidad de querer algo y emocionarme en consecuencia. Lejos de pensar que mi emoción es irracional, estoy convencido de que responde a la más humana y, en ese sentido, estricta lógica racional. Querer es, tal como lo veo, la expresión más excelsa de la inteligencia humana. En el objeto de mi amor viven los valores que abrazo. El amor es un acto de reconocimiento y celebración de nuestros valores más profundos. Y los valores que nos guían no son el resultado de un proceso intuitivo, automático o irracional.” 
Me fui a dormir más tranquilo: tal vez el Globo esté de racha y, además de la Copa Argentina, acaso ascendamos. Y, de yapa, le ganamos a Pascal.


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