Cuando se trata de debatir sobre los caminos y los contextos
más adecuados para construir el futuro en las sociedades de América latina, me
gusta citar como referencia al Perú. No porque crea que es un modelo perfecto:
el mismo país que nos asombra con su crecimiento sostenido y espectacular desde
hace más de una década mantiene todavía una importante deuda en materia de
equidad social. Pero sí me parece ejemplar por las maneras a las que recurrió
para afrontar ciertos problemas que no le son exclusivos en la región.
En las últimas semanas, el gobierno del presidente Ollanta
Humala cayó a su más bajo nivel de aprobación popular por varios motivos. Entre
ellos, una denuncia de supuesto espionaje a varios dirigentes opositores e
incluso a la vicepresidenta Marisol Espinoza; una polémica ley laboral para
jóvenes que terminó derogada apenas 45 días después de promulgada; un caso de
corrupción que involucra a un exasesor de campaña del mandatario; una acusación
por lavado de activos a la primera dama, Nadine Heredia, y cuestionamientos
diversos a varios ministros. La respuesta de Humala fue llamar a un diálogo a
todos los partidos, anunciar el cierre temporario y la reestructuración de la
Dirección Nacional de Inteligencia, y, aunque desoyó el reclamo opositor para
que echara a la jefa del gabinete, Ana Jara, despidió a cinco ministros.
En octubre de 2011, a menos de tres meses de haber asumido
el actual gobierno, se denunció que el segundo vicepresidente ‒en el Perú hay
dos‒, Omar Chehade, había organizado una comida para que un hermano y un amigo
suyos pidieran a tres altos jefes de la Policía Nacional que desalojaran
ilegalmente una empresa en conflicto judicial y administrada por sus
trabajadores, para que pudiera tomar su control un poderoso grupo empresario. Inmediatamente
se pusieron a investigarlo la Fiscalía y tres comisiones parlamentarias. Humala
respaldó públicamente esas indagaciones. Y aunque al principio Chehade proclamó
su inocencia, terminó renunciando apenas tres meses después de que el asunto
tomara estado público (ver detalles en http://ajlomuto.blogspot.com.ar/2013/11/el-vicepresidente-sospechado-de.html).
Tal como en el caso de Chehade, Humala no obstruyó ‒ni
verbal ni fácticamente‒ la posibilidad de que los organismos correspondientes
investigaran cada vez que se denunció alguna irregularidad que afectara a
colaboradores o parientes suyos. Ni siquiera cuando las sospechas podían
rozarlo. No lo hizo con su exasesor de campaña, hoy prófugo en Bolivia, ni ‒aunque
en este caso sí expresó públicamente su disgusto‒ tampoco con su esposa, que
también es la presidenta del Partido Nacionalista Peruano que ambos fundaron. Y
pese a las sospechas de buena parte de la política y la prensa, jamás movió un
dedo para beneficiar a su hermano Antauro, preso por haber encabezado en 2005
un motín en el que murieron seis personas. Con esa autoridad moral, y el
respaldo de los dictámenes médicos, denegó el indulto al expresidente preso
Alberto Fujimori, cuyo partido es el más numeroso en el Congreso unicameral.
El Perú recuperó la democracia plena hace apenas una década
y media, tras la dictadura de Fujimori. Parecía una tarea sumamente delicada
con una sociedad que estaba ‒y aún lo está‒ políticamente muy fragmentada, con
varios liderazgos personales y partidarios competitivos pero ninguno
predominante, y una opinión pública exigente y cambiante. En 2002, a punto de
cumplir un año en el gobierno, el primer presidente electo tras el fujimorato, Alejandro Toledo, convocó ‒y
logró que se pusiera en marcha‒ el Acuerdo Nacional, un organismo que integran
los gobiernos central, regionales y municipales, además de 15 partidos
políticos y otras nueve organizaciones civiles (sindicales, sociales y
religiosas). Generó 31 políticas de estado que siguen teniendo vigencia y tanto
en 2006 como en 2011 fue suscripto por los principales candidatos a la
Presidencia (ver más detalles en http://ajlomuto.blogspot.com.ar/2014/02/alguien-vio-alguna-vez-una-politica-de.html).
Y ya que hablamos de candidatos, digamos que en las campañas
electorales peruanas el personaje más importante de cada partido, excepto el postulante
a presidente, es el jefe del programa de gobierno. A diferencia de lo que
señalábamos hace dos semanas sobre la Argentina (http://ajlomuto.blogspot.com.ar/2015/02/charlas-entre-sordos.html),
en el Perú sí se toman en serio las promesas electorales, a tal punto que, cada
tanto, alguien se las recuerda al presidente en ejercicio cuando cree que se
desvía de ellas.
Por lo demás, la fragmentación no parece ser un obstáculo
insalvable para la convivencia política. “Desde 1990, salvo en el período del
autogolpe de Fujimori, ningún gobierno tuvo mayoría parlamentaria y todos han sobrevivido
y han terminado sus mandatos perfectamente bien”, me dijo en abril de 2012 el
congresista Víctor García Belaúnde, líder del partido opositor Acción Popular
que fundara su tío, el dos veces presidente Fernando Belaúnde Terry. Por si
quedaran dudas, remarcó que Humala ‒que llevaba apenas ocho meses‒ “no corre el
riesgo de perder estabilidad y gobernabilidad” por el hecho de no tener mayoría
propia en el Congreso, “porque hay una conciencia bastante uniforme en el resto
de las bancadas de apoyar al gobierno en las cosas que tienen sentido común y
consenso”.
Pero Vitocho
García Belaúnde también le marcaba límites a Humala, al advertir que “lo que no
va a haber nunca es apoyo a cosas exageradas o reformas radicales o de la
Constitución”. Ya entonces, Nadine Heredia tenía una tasa de aprobación popular
mayor que la de su esposo ‒solo la perdería hace pocas semanas, una vez que se
conoció la denuncia contra ella por presunto lavado de activos‒ y estaba
instalada la sospecha de que Humala impulsaría las reformas legales necesarias
para permitirle ser candidata a sucederlo. Ocurre que la Ley Orgánica de
Elecciones prohíbe la postulación de “el cónyuge y los parientes consanguíneos
dentro del cuarto grado, y los afines dentro del segundo, del que ejerce la
presidencia o la ha ejercido en el año precedente a la elección”. Lo cierto es
que tanto Humala como Nadine rechazaron públicamente esa posibilidad cada una
de las numerosas veces en que fueron consultados.
Y en cuanto a la deuda en materia de equidad, es
cierto que, igual que en la mayoría de los países de la región, la protección
legal y la cobertura médica de los trabajadores está muy lejos de los
estándares de la Argentina y Uruguay. Pero también lo es que el crecimiento
sostenido de los últimos años ha permitido el ascenso a la clase media de
grandes capas de la población, y que Humala ‒que en lo esencial no modificó los
estímulos a la inversión privada que rigen desde los gobiernos de sus
antecesores‒ puso en marcha programas sociales para asistir a niños de hasta
dos años de edad, personas mayores de 65 y estudiantes, todos en situación de
pobreza. Sin embargo, la concepción de Humala sobre la subsidiariedad del
Estado es en verdad progresista y sustancialmente diferente de la
clientelística que rige en la Argentina, si es cierto lo que me dijo en mayo
del año pasado la entonces canciller peruana, Eda Rivas: “En los dos últimos
años, en mi país un millón de personas han dejado de ser pobres. Pero no basta
sacarlas de la línea de la pobreza. Tenemos que integrarlas a un sistema
productivo. Los programas sociales, en algún momento, si la política social
tiene sus mejores efectos, tienen que desaparecer y convertirse en programas de
desarrollo.”
* * * * *
Esta nota fue reproducida por el diario mendocino MDZ On Line:
http://www.mdzol.com/opinion/590275-ejemplos-cercanos/
Por mucho que hayan evolucionado la ciencia y
la cultura con el paso del tiempo, muchos seres humanos siguen tendiendo a
buscar las causas de sus contratiempos en factores sobrenaturales. Para ellos no
es un dato irrelevante que hoy sea el primero de los tres viernes 13 –también los habrá en
marzo y noviembre– que tendrá 2015, un año que, además, ya nos ofreció un martes 13 en
enero y nos reserva otro para octubre.
La que asigna al número 13 la capacidad de
generar desgracias –y en especial al decimotercer día de cada mes cuando cae en martes o en
viernes– es
una de las supersticiones más antiguas. Su origen está vinculado con la última
cena que, de acuerdo con la tradición cristiana, Jesucristo tuvo con sus
apóstoles en la víspera de su crucifixión.
Según esa creencia,
como los apóstoles eran 12, al día siguiente de una reunión de 13 personas, una
de ellas fue crucificada. Sin embargo, ese razonamiento omite dos datos
fundamentales que, de ser considerados, echarían por tierra el mito. Uno, que,
según sostienen los Evangelios, ya todo estaba escrito esa noche. Si así fue,
la cantidad de comensales fue inocua. El otro, que los asistentes a la mesa no
fueron 13 sino 15, ya que también estuvieron presentes María, la madre de
Cristo, y María Magdalena. Por lo que vale preguntarse cuál sería el número
fatídico si el mundo no hubiera sido tan machista durante tantos siglos. Tan
machista, que ni siquiera las varias representaciones pictóricas de la última
cena –como la celebérrima de Leonardo Da Vinci– contaron más de 13 participantes.
Paradójicamente, ese machismo eximió de responsabilidad histórica a las damas.
Es difícil saber si el
origen de la superstición relacionada con el número 13 se remonta a la época de
Cristo o si surgió después. Lo cierto es que hace 200 años ya estaba
suficientemente arraigada, al menos en gran parte del mundo.
En sus interesantes
memorias –en las que, entre otras cosas, confiesa el terrible pánico que les tenía
a los ratones y a los perros, aun siendo ya general del Ejército–, Lucio V.
Mansilla relata una experiencia frustrada como emprendedor. Promediaba el siglo
XIX cuando acompañó a su padre a Europa, y de Francia trajo una idea que quiso
convertir en negocio: el quatorzième, palabra que en francés quiere decir decimocuarto.
El quatorzième
era un señor al que se contrataba para evitar que hubiera 13 personas sentadas
a una mesa. Una especie de extra. Incluso podía ser contratado por un rato, si
el decimocuarto invitado se demoraba por algún motivo. En ese caso, cuando el
invitado real llegaba, el quatorzième
se iba, muchas veces a otra reunión, porque ya entonces no se podía vivir con
un solo empleo.
No era un trabajo subalterno. Según describe
Mansilla, “el quatorzième no puede
ser cualquiera: se requiere ser joven, no pasar de 35 años, tener porte
simpático, maneras finas, vestir bien, hablar varios idiomas y estar al cabo de
todas las novedades de la época y del día”. Al parecer, ese trabajo era bien
remunerado y en todos los barrios había un quatorzième
disponible. “Es como el médico”, dice Mansilla. Sin embargo, la idea no prendió
en Buenos Aires. Por cierto, y tal vez para dar razón a aquellos que sostienen
“que las hay, las hay”, Mansilla –también autor de Una excursión a los indios ranqueles y presidente de la Cámara de
Diputados a fines del siglo XIX– murió en 1913.
El temor al número 13 ha llegado a extremos
tales como la omisión de él en la enumeración de los pisos en hoteles y otros
edificios, o en las filas de asientos de algunos aviones, en un abierto –pero
obviamente incapaz de éxito– desafío a la aritmética. O como la risueña
historia que relataba El número trece,
uno de los tan masivos como fugaces éxitos de El Club del Clan, que cantaba
Perico Gómez, en que el protagonista prefiere resignar el amor de la mujer
amada con tal de no ser el decimotercer novio de ella. Al revés de lo que
afirma aquella canción de la película Tango feroz (El
amor es más fuerte), en ésta la superstición es más fuerte.
Pero no solo a algo tan abstracto como un
número se le atribuye poderes negativos. También, cada tanto, se señala a
alguna persona como generadora de desgracias para quienes los rodean. Hay
algunos oficios –como los de actores, músicos y futbolistas– particularmente
propensos a creer en esas cosas y señalar a algunos de sus integrantes como
innombrables, porque temen que el solo hecho de mencionarlos pueda causar algún
contratiempo.
Más de una vez, incluso, esa triste fama fue
atribuida a un presidente de la Nación. El primero del que se tiene registro es
José Figueroa Alcorta, quien gobernó entre 1906 y 1910 para completar el
mandato del fallecido Manuel Quintana, de quien era vicepresidente.
La maledicencia y cierta prensa de la época
justificaron el sambenito en que
durante la gestión presidencial de Figueroa Alcorta fallecieron tres exmandatarios
(Miguel Juárez Celman, Carlos Pellegrini y Luis Sáenz Peña, a los que se podría
agregar a Bartolomé Mitre, que murió una semana antes de que Quintana pidiera
licencia por razones de salud, y, por supuesto, al propio Quintana). También lo
relacionaron con la grave enfermedad y posterior muerte de Manuel Montt,
presidente de Chile que había llegado a la Argentina en 1910 y a quien Figueroa
Alcorta había prometido retribuirle la visita, para lo que no hubo tiempo. Y
hasta le atribuyeron las demoras que tuvo el armado y la inauguración en Buenos
Aires del Monumento de los Españoles –su verdadero nombre es La Carta Magna y las cuatro regiones
argentinas–, obsequiado por la colectividad española con motivo del
Centenario pero que sólo pudo ser inaugurado diecisiete años después, en 1927.
En el medio murieron dos de los escultores que estaban haciendo la obra y
naufragó un barco que la traía, aunque Figueroa Alcorta ya había concluido su
mandato.
No solamente la prensa se entretenía con estas
cuestiones a comienzos del siglo XX. También, por ejemplo, lo hacía el teatro: Jettatore, la obra que Gregorio de
Laferrère publicó en 1905, mientras era diputado nacional, estuvo inspirada en
otro legislador, Lucas Ayarragaray, un dirigente conservador-nacionalista muy
influyente en su tiempo. Tanto, que el personaje principal de la obra se llama,
justamente, Don Lucas.
Contra la mufa,
el avance del siglo XX y la masificación del fútbol impulsarían el auge de las
cábalas, uno de cuyos paradigmas es Carlos Bilardo. Sin embargo, él ha dicho:
“Yo no tengo cábalas, tengo costumbres como las que tiene todo el mundo”.
Por lo demás, es
sabido que al fallecido pianista Osvaldo Pugliese se le atribuyen virtudes de antimufa. Quienes creen en ello repiten
tres veces su apellido ante cualquier eventual contrariedad y no faltan los que
llevan encima una foto de él. La leyenda es, sin embargo, relativamente
reciente y no proviene del ambiente del tango sino del rock. Según cuenta la
versión más difundida, diversas fallas en el sistema de sonido amenazaban
complicar un recital de Charly García, hasta que uno de los técnicos acertó con
un nuevo ajuste y lo probó pasando un disco de Pugliese. Primero se corrió la
voz y, con el tiempo, el Pugliese antimufa llegó a tener estampita y oración
propias.
Mi amigo el profesor César Grinstein señala una distinción
entre hablar y conversar. “Cuando uno conversa, lo que hace es articular un
conjunto de palabras con un contexto y un sentido, porque está buscando
alcanzar un resultado”, dice. Según ese razonamiento, las palabras son los
insumos imprescindibles para coordinar acciones con otras personas, y esta es
la vía ineludible para cumplir objetivos.
Las acciones a coordinar y los resultados a obtener pueden
tener naturalezas y magnitudes bien diferentes, desde el simple trámite de
decidir qué comeremos esta noche en casa hasta el bastante más complejo de
resolver cómo debe ser administrado un país en los próximos cuatro años.
Aclaro que prefiero utilizar el verbo administrar porque creo que expresa mejor que gobernar el hecho de que los funcionarios electos son delegados por
los ciudadanos para cumplir lo que éstos les encargan y no para hacer lo que se
les antoje en uso ‒y a veces, abuso‒ de sus atribuciones constitucionales y
legales.
Desde luego, coordinar las pautas de administración de un
país para un período determinado entre un puñado de aspirantes a delegados y
millones de ciudadanos delegantes
‒¿por qué el Diccionario de la Real Academia Española no tiene una palabra para
denominar a quien delega?‒ sería una tarea imposible si la democracia no nos
proporcionara dos ayudas decisivas.
Una es el sistema electoral, que establece la votación y la
designación de administradores por mayoría de sufragios (y también la
representación proporcional para el caso de los parlamentos, que en las
democracias reales funcionan como transmisores de la voluntad popular y
contrapesos de las eventuales tentaciones hegemónicas de los administradores).
La otra es lo que en la Argentina llamamos plataforma electoral y en otros países
se denomina más directamente como lo que es: programa de gobierno. Este instrumento es el que simplifica la
conversación virtual entre los aspirantes a delegados y los millones de delegantes. Y lo hace de una manera muy
sencilla en comparación con la complejidad teórica del trámite: los candidatos
efectúan un conjunto de promesas que plasman en la plataforma y, sobre esa
base, los ciudadanos escogen entre aquéllos a quienes prefieren como administradores.
Además de practicidad, los programas de gobierno ‒que los
candidatos formalizan en las plataformas pero también expresan en sus
declaraciones y discursos de campaña‒ aportan lógica al proceso: ¿por qué
motivo podría un ciudadano votar a un candidato si no es porque está de acuerdo
con lo que le promete y porque cree que va a cumplir sus promesas?
La plataforma es una obligación legal. Así lo establece el
artículo 22 de la ley 23.298 (Ley Orgánica de los Partidos Políticos): “Con
anterioridad a la elección de candidatos los organismos partidarios deberán sancionar
una plataforma electoral o ratificar la anterior, de acuerdo con la declaración
de principios, el programa o bases de acción política. Copia de la plataforma,
así como la constancia de la aceptación de las candidaturas por los candidatos,
deberán ser remitidas al juez federal con competencia electoral, en oportunidad
de requerirse la oficialización de las listas.”
De lo dicho podemos concluir que la democracia no implica
solamente elegir quién queremos que administre lo que es de todos, sino también
un contrato tácito entre electores y elegidos sobre cómo deben realizar los
últimos la tarea delegada (por supuesto, en armonía con el marco legal vigente).
De modo que la legitimidad democrática de los administradores no está dada
solamente por el resultado electoral, que solo expresa la mayoría
circunstancial de un momento determinado (la llamada legitimidad de origen), sino también por el cumplimiento de la ley
y del contrato con los electores (la legitimidad
de ejercicio).
Hasta aquí, el marco teórico e ideal. La realidad, lo
sabemos, es bien diferente. En la Argentina hay millones de jóvenes que ni
siquiera deben de haber oído hablar de plataforma
electoral y millones de adultos para quienes esa expresión es un vago
recuerdo lejano. Habría que preguntarse, parafraseando a aquel Perón que
interrogaba por los dólares, si alguien vio alguna vez una plataforma.
Pero aún desde mucho antes de que las plataformas pasaran de
moda, la mayoría de los argentinos se mostró desinteresada por el cumplimiento
de los contratos electorales.
Infinidad de veces he leído o escuchado que se calificara
como estadistas a los presidentes Arturo Frondizi y Carlos Menem, y que el
argumento con que se sostenía semejante opinión era precisamente que fueron
capaces de dejar de lado sus promesas electorales y adoptar políticas que, a
juicio de quienes los alababan, eran positivas para el país.
Independientemente de la opinión que cada uno pueda tener
sobre cualquiera de las medidas dispuestas por Frondizi y Menem, creo
fervientemente que lo que hicieron esos mandatarios fue un fraude gigantesco a
sus electores. A tal punto que, aunque no hay registro de que la haya
pronunciado alguna vez, suele atribuirse a Menem la siguiente expresión: “Si
les decía la verdad de lo que iba a hacer, no me votaba nadie”. En cambio, es
seguro que sí dijo por televisión ‒a Lucho Avilés, en el programa El pueblo quiere saber, por Teledós‒, en
plena campaña electoral: “Yo quiero que mi pueblo, cuando me vote, sepa lo que
está votando y no al hipócrita, al que cambia las cosas y pretende aparentar
una cosa que no es” (http://resisteunarchivo.blogspot.com.ar/2009/05/no-los-voy-defraudar.html).
Frondizi ‒que en una época de instituciones democráticas
débiles pagó su viraje con la fuga de apoyos políticos que lo dejó a merced del
golpe de estado que lo derrocó‒ y Menem fueron tal vez las máximas expresiones
de esta práctica que insisto en calificar como fraudulenta, pero no los únicos.
Muchos los elogiaron por eso. Al revés, muchos criticaron a Raúl Alfonsín por haber
impulsado la sanción de la Ley de Obediencia Debida, que había sido una promesa
repetida en todos los discursos de su campaña y figuraba en la plataforma
electoral de su partido.
Conclusión: cuando hay políticos desinteresados
en cumplir sus promesas y ciudadanos desinteresados en exigir el cumplimiento
de las promesas que se les formularon, las palabras vuelan sin rumbo, como en
una charla entre sordos. Así, no llega a producirse la conversación, en tanto
articulación de determinadas palabras con un contexto y un sentido, en la
búsqueda de coordinar acciones para alcanzar ciertos resultados.
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Esta nota fue reproducida por el diario mendocino MDZ Online:
http://www.mdzol.com/opinion/587238-charlas-entre-sordos/