domingo, 8 de febrero de 2015

CHARLAS ENTRE SORDOS


Mi amigo el profesor César Grinstein señala una distinción entre hablar y conversar. “Cuando uno conversa, lo que hace es articular un conjunto de palabras con un contexto y un sentido, porque está buscando alcanzar un resultado”, dice. Según ese razonamiento, las palabras son los insumos imprescindibles para coordinar acciones con otras personas, y esta es la vía ineludible para cumplir objetivos.
Las acciones a coordinar y los resultados a obtener pueden tener naturalezas y magnitudes bien diferentes, desde el simple trámite de decidir qué comeremos esta noche en casa hasta el bastante más complejo de resolver cómo debe ser administrado un país en los próximos cuatro años.
Aclaro que prefiero utilizar el verbo administrar porque creo que expresa mejor que gobernar el hecho de que los funcionarios electos son delegados por los ciudadanos para cumplir lo que éstos les encargan y no para hacer lo que se les antoje en uso ‒y a veces, abuso‒ de sus atribuciones constitucionales y legales.
Desde luego, coordinar las pautas de administración de un país para un período determinado entre un puñado de aspirantes a delegados y millones de ciudadanos delegantes ‒¿por qué el Diccionario de la Real Academia Española no tiene una palabra para denominar a quien delega?‒ sería una tarea imposible si la democracia no nos proporcionara dos ayudas decisivas.
Una es el sistema electoral, que establece la votación y la designación de administradores por mayoría de sufragios (y también la representación proporcional para el caso de los parlamentos, que en las democracias reales funcionan como transmisores de la voluntad popular y contrapesos de las eventuales tentaciones hegemónicas de los administradores).
La otra es lo que en la Argentina llamamos plataforma electoral y en otros países se denomina más directamente como lo que es: programa de gobierno. Este instrumento es el que simplifica la conversación virtual entre los aspirantes a delegados y los millones de delegantes. Y lo hace de una manera muy sencilla en comparación con la complejidad teórica del trámite: los candidatos efectúan un conjunto de promesas que plasman en la plataforma y, sobre esa base, los ciudadanos escogen entre aquéllos a quienes prefieren como administradores.
Además de practicidad, los programas de gobierno ‒que los candidatos formalizan en las plataformas pero también expresan en sus declaraciones y discursos de campaña‒ aportan lógica al proceso: ¿por qué motivo podría un ciudadano votar a un candidato si no es porque está de acuerdo con lo que le promete y porque cree que va a cumplir sus promesas?
La plataforma es una obligación legal. Así lo establece el artículo 22 de la ley 23.298 (Ley Orgánica de los Partidos Políticos): “Con anterioridad a la elección de candidatos los organismos partidarios deberán sancionar una plataforma electoral o ratificar la anterior, de acuerdo con la declaración de principios, el programa o bases de acción política. Copia de la plataforma, así como la constancia de la aceptación de las candidaturas por los candidatos, deberán ser remitidas al juez federal con competencia electoral, en oportunidad de requerirse la oficialización de las listas.”
De lo dicho podemos concluir que la democracia no implica solamente elegir quién queremos que administre lo que es de todos, sino también un contrato tácito entre electores y elegidos sobre cómo deben realizar los últimos la tarea delegada (por supuesto, en armonía con el marco legal vigente). De modo que la legitimidad democrática de los administradores no está dada solamente por el resultado electoral, que solo expresa la mayoría circunstancial de un momento determinado (la llamada legitimidad de origen), sino también por el cumplimiento de la ley y del contrato con los electores (la legitimidad de ejercicio).
Hasta aquí, el marco teórico e ideal. La realidad, lo sabemos, es bien diferente. En la Argentina hay millones de jóvenes que ni siquiera deben de haber oído hablar de plataforma electoral y millones de adultos para quienes esa expresión es un vago recuerdo lejano. Habría que preguntarse, parafraseando a aquel Perón que interrogaba por los dólares, si alguien vio alguna vez una plataforma.
Pero aún desde mucho antes de que las plataformas pasaran de moda, la mayoría de los argentinos se mostró desinteresada por el cumplimiento de los contratos electorales.
Infinidad de veces he leído o escuchado que se calificara como estadistas a los presidentes Arturo Frondizi y Carlos Menem, y que el argumento con que se sostenía semejante opinión era precisamente que fueron capaces de dejar de lado sus promesas electorales y adoptar políticas que, a juicio de quienes los alababan, eran positivas para el país.
Independientemente de la opinión que cada uno pueda tener sobre cualquiera de las medidas dispuestas por Frondizi y Menem, creo fervientemente que lo que hicieron esos mandatarios fue un fraude gigantesco a sus electores. A tal punto que, aunque no hay registro de que la haya pronunciado alguna vez, suele atribuirse a Menem la siguiente expresión: “Si les decía la verdad de lo que iba a hacer, no me votaba nadie”. En cambio, es seguro que sí dijo por televisión ‒a Lucho Avilés, en el programa El pueblo quiere saber, por Teledós‒, en plena campaña electoral: “Yo quiero que mi pueblo, cuando me vote, sepa lo que está votando y no al hipócrita, al que cambia las cosas y pretende aparentar una cosa que no es” (http://resisteunarchivo.blogspot.com.ar/2009/05/no-los-voy-defraudar.html).
Frondizi ‒que en una época de instituciones democráticas débiles pagó su viraje con la fuga de apoyos políticos que lo dejó a merced del golpe de estado que lo derrocó‒ y Menem fueron tal vez las máximas expresiones de esta práctica que insisto en calificar como fraudulenta, pero no los únicos. Muchos los elogiaron por eso. Al revés, muchos criticaron a Raúl Alfonsín por haber impulsado la sanción de la Ley de Obediencia Debida, que había sido una promesa repetida en todos los discursos de su campaña y figuraba en la plataforma electoral de su partido. 
Conclusión: cuando hay políticos desinteresados en cumplir sus promesas y ciudadanos desinteresados en exigir el cumplimiento de las promesas que se les formularon, las palabras vuelan sin rumbo, como en una charla entre sordos. Así, no llega a producirse la conversación, en tanto articulación de determinadas palabras con un contexto y un sentido, en la búsqueda de coordinar acciones para alcanzar ciertos resultados.
 
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Esta nota fue reproducida por el diario mendocino MDZ Online:

http://www.mdzol.com/opinion/587238-charlas-entre-sordos/

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