El caso de Amado Boudou como
vicepresidente insospechable de deslealtad pero que igual le causa problemas a
su compañera de fórmula, Cristina Fernández, es de algún modo comparable al de
Víctor Martínez con Raúl Alfonsín en 1983-89, aunque por motivos muy
diferentes.
El 6 de septiembre de 1984,
cuando Alfonsín y Martínez estaban por cumplir apenas nueve meses en el
gobierno, la revista La Semana –la
misma que cinco años más tarde se transformaría en la actual Noticias– publicó por primera vez la
versión sobre una supuesta conspiración para derrocar al presidente y dejar a
cargo de la administración al vice.
Ese rumor circuló sin
interrupción, y muy intensamente, hasta el último día del gobierno radical. Probablemente
nunca lo haya inquietado a Alfonsín: hoy sabemos que pocas veces ha habido un
vicepresidente como Martínez, tan leal y fiel tanto a su responsabilidad como
al presidente al que le tocó acompañar. Pero fue un factor que condicionó la
vida política, económica y social del país, y por lo tanto la marcha del
gobierno, como puede comprobarlo quien tenga memoria o revise los diarios de
aquellos días.
De 1983 en adelante,
prácticamente no hemos estado exentos de relaciones turbulentas entre
presidentes y vices. Carlos Menem y Eduardo Duhalde (1989-95) no tardaron en
exteriorizar sus diferencias, que se zanjaron cuando, a los dos años de iniciar
el mandato, el segundo dejó la Vicepresidencia para aspirar a la gobernación de
la provincia de Buenos Aires, que ganó.
Menem y Carlos Ruckauf (1995-99)
disimularon un poco mejor sus diferencias, que de todos modos se hicieron
evidentes cuando, hacia el final del período, el vice apoyó la candidatura
presidencial de Duhalde y se postuló para reemplazar a éste en la gobernación
bonaerense.
Más acá en el tiempo, Fernando de
la Rúa y Carlos Álvarez (1999-2001) duraron juntos apenas 10 meses, Néstor
Kirchner y Daniel Scioli (2003-07) iniciaron seis meses después de haber
asumido la nutrida saga de humillaciones públicas al hoy gobernador bonaerense,
y Cristina Fernández y Julio Cobos (2007-11) completaron una historia de
recelos cuyo punto culminante fue el célebre voto no positivo del mendocino.
Pero la cuestión no es tan
reciente sino que se remonta al origen mismo de la Nación, cuando la Argentina
aún no se llamaba así y la organización gubernamental era diferente de la
actual.
Sólo
seis meses después de la Revolución de Mayo surgió la disidencia de fondo entre
el presidente de la Primera Junta, Cornelio Saavedra, y el secretario de
Gobierno, Mariano Moreno, cuando, tras el triunfo en Suipacha que garantizó la
incorporación de las provincias del Alto Perú al primer gobierno patrio, el
primero consideró llegada la hora de moderar la política de terror llevada
adelante hasta entonces, a lo que se opuso el segundo. Saavedra diría entonces
que el secretario pretendía “hacerse un dictador” y Moreno, que el presidente
quería convertirse en “la segunda parte de Liniers”. En verdad, la inquina
entre ambos se había originado en 1809, cuando Moreno participó de la rebelión
de Álzaga que fue aplastada por Saavedra.
En
1868, Domingo Faustino Sarmiento, que llegó a la primera magistratura como
candidato del Partido Nacional, sentía tal desconfianza por su vicepresidente,
el autonomista Adolfo Alsina –quien mantenía aspiraciones presidenciales–, que,
antes de asumir, le escribió a un amigo: “Será presidente del Senado, para
tocar la campanilla; pues, en cuanto a vice, pienso convidarlo dos veces a
comer”. Y contra lo que establece la Constitución, jamás delegó el mando en su
segundo cuando se alejó de la capital federal.
A
fines de 1889, cuando el festival de corrupción y especulación
financiera había puesto al país al borde de la cesación de pagos, el presidente
Miguel Juárez Celman no ocultaba sus diferencias con el vice Carlos Pellegrini.
Éste, el 22 de julio de 1890, cuatro días antes de la Revolución del Parque,
escribió a Miguel Cané que el mandatario “no se da cuenta de toda la gravedad”.
A comienzos de agosto, cuando “la revolución está vencida pero el gobierno está
muerto”, como afirmó el senador Manuel Dídimo Pizarro, Pellegrini y el
presidente provisional del Senado, Julio Roca –antecesor y concuñado de Juárez
Celman–, advirtieron al primer magistrado que su gobierno era insostenible.
Juárez empleó unos pocos días en buscar otros aliados, primero, y en arrastrar
a Pellegrini y Roca en su caída, luego, pero todo fue en vano: renunció el 6 y
fue reemplazado por su vice.
En 1922, Marcelo T. de Alvear
llegó a la Presidencia ungido por su antecesor y líder partidario, Hipólito
Yrigoyen, pero no tardó en tomar distancia de él. Y así como se sentía
orgulloso de sus ministros –“Soy el secretario de ocho presidentes”, decía–,
recelaba de su vicepresidente, el hiperyrigoyenista Elpidio González.
Tanto, que, apenas asumió, ordenó el acuartelamiento de tropas por temor a una
conspiración.
Roberto M. Ortiz juró como
presidente en febrero de 1938. Se manifestó dispuesto a terminar con el fraude
patriótico y lo demostró exactamente dos años después, cuando decretó la
intervención de la provincia de Buenos Aires tras una elección amañada para que
ganara el conservador Alberto Barceló. Pero cinco meses más tarde, aquejado por
una avanzada diabetes que lo había dejado casi ciego, debió pedir licencia. Y
aunque sólo renunciaría en junio de 1942, su vicepresidente, Ramón Castillo, no
esperó siquiera dos meses para formar gabinete propio y restaurar el orden
de la década infame.
También en gobiernos de facto
hubo cortocircuitos entre
presidentes y vices, pero estos casos tuvieron la forma de derrocamientos,
cuando el general Edelmiro Farrell, vicepresidente y ministro de Guerra, exigió
la renuncia del general Pedro Pablo Ramírez y lo reemplazó, a comienzos de
1944, y cuando el contralmirante Isaac Rojas participó activamente del complot
que volteó al general Eduardo Lonardi 50 días después de haber asumido, en
1955, y permaneció en el cargo con el mandatario siguiente, el general Pedro
Aramburu.
De todos modos, el paradigma de las crisis entre
mandatarios y sus segundos sigue siendo la que ocurrió entre Arturo Frondizi y
Alejandro Gómez, quien fue forzado a renunciar a fines de 1958, menos de siete
meses después de haber jurado el cargo, envuelto en sospechas nunca comprobadas
de que conspiraba para destituir al presidente y quedar en su lugar.