“Los suplentes quieren
que los titulares pierdan”. Lo dijo Pep Guardiola, el entrenador multicampeón
con Barcelona, cuando visitó Buenos Aires en mayo de este año, y se refería a
los jugadores de fútbol. La afirmación, sin embargo, es válida para cualquier
actividad: al fin y al cabo, si el suplente es aquel a quien se reconoce
competente y preparado para reemplazar eventualmente al titular, es natural que
aspire a que ese momento llegue. Natural y, por lo tanto, inevitable, por más
que las buenas costumbres recomienden disimularlo.
Ese fenómeno explica,
mucho mejor que cualquier circunstancia coyuntural, la tensión que usualmente
resulta fácil registrar entre titulares y suplentes de cualquier rubro, y de
manera especial ‒al menos, en la Argentina‒ entre presidentes y vicepresidentes
de la Nación. Tanto, que cuando no ocurre, o al menos no aparentemente, creemos
que igual sucede.
Cuesta imaginar en el
vicepresidente Amado Boudou a un potencial competidor de la presidenta Cristina
Fernández. Es fácil advertir entre ambos un abismo en relación con un conjunto
de atributos ‒liderazgo, carisma, formación política, capacidad oratoria,
habilidad para el ejercicio del poder‒ esenciales para el desempeño de la
jefatura del Estado, sobre todo en un país de tan acendrado presidencialismo.
Boudou, que ya parecía
haber superado holgadamente el techo de sus competencias cuando fue designado
ministro de Economía, era sin embargo el candidato ideal para que Fernández
evitara los dolores de cabeza que le provocó el vice de su primer mandato,
Julio Cobos, alguien que, además de una buena dosis de los atributos necesarios,
tenía ambiciones políticas e integraba la fórmula como socio de una coalición,
por lo que no mantenía deberes de lealtad partidaria.
Sin embargo, Boudou se
convirtió en una fuente de jaquecas para Cristina. Es decir: se generó entre
ellos un foco de tensión, aunque no sea competitiva. No se trata de lo que
pueda hacer el vice durante la ausencia de la mandataria: ya se ha comprobado
estos días que no puede hacer más que asistir a alguna ceremonia y decir un
puñado de palabras en público. Al margen de lo que establezca la Constitución,
el gobierno está en otro lado.
El problema es que
Boudou terminó siendo una especie de salvavidas de plomo para la Presidenta. La
percepción que tantos tienen del vice como una persona incompetente y frívola,
sumada a las varias denuncias de corrupción que pesan sobre él ‒varias de las
cuales se ventilan en los tribunales‒, es uno de los factores que más
contribuyeron al descenso de la imagen positiva de Cristina y del caudal
electoral del kirchnerismo.
Así, la conmiseración
que Cristina despertó hace tres años, al quedar viuda ‒que le permitió
recuperar una popularidad que ya entonces estaba en retroceso y la catapultó al
formidable triunfo electoral de 2011‒, se transformó ahora en impiedad: con
pocos días de diferencia, el viernes pasado y anteayer miércoles, dos tribunales
resolvieron no esperar a que el vice termine de cumplir su interinato por
enfermedad de la Presidenta y ratificaron que las investigaciones judiciales
por el caso Ciccone y por el uso indebido de helicópteros de la Gendarmería
Nacional y de una empresa proveedora del Estado deben seguir adelante.
En todo caso, en el pecado está la penitencia: cuando el sabio dedo del matrimonio Kirchner
designó a Boudou como candidato a vicepresidente ya era pública la sospecha de
su responsabilidad en la compra irregular de automotores por parte del
Ministerio de Economía a su cargo. Y cuando las denuncias que involucraron al
vice en otros hechos de corrupción ‒la mayoría, aun más graves‒ se hicieron cotidianas,
Cristina decidió mirar para otro lado.
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