En 1910, antes de convertirse en El Tigre por obra y gracia de su firme conducción de Francia durante la Primera Guerra Mundial, Georges Clemenceau (1841-1929) visitó la Argentina. Como era usual en aquellos apacibles tiempos de viajes y estadías muy prolongados, dejó registro de las impresiones que fue recogiendo a lo largo de la travesía.
La lectura de esos apuntes (Notas de viaje
por la América del Sur) permite comprobar una vez más, por si hiciera
falta, la fascinación que Buenos Aires era capaz de provocar en los visitantes
de ultramar. “Una gran ciudad de Europa, dando por todas partes la sensación de
un crecimiento prematuro”, la describió.
Pero también, y mucho más importante, conduce
a descubrir que la aguda mirada del estadista, lejos de dejarse encandilar por
tanto –y tan inesperado– confort, no pasó por alto ciertos hábitos y
situaciones en los que, aunque costara sospecharlo entonces, ya germinaba el
riesgo de que la prosperidad del país fuera efímera.
No lo dijo expresamente, es cierto. Las buenas
costumbres aconsejan discreción, sobre todo a cierta clase de huéspedes. Pero
si es cierto aquello de que a buen entendedor pocas palabras bastan, es
indudable que el símbolo de la Tercera República francesa encendió algunas muy
evidentes luces amarillas.
“Las malas lenguas quieren que el precio de
los terrenos sea de un vivo interés para las bellas damas de Buenos Aires,
inclinadas al sport de la especulación, como todo argentino”, dijo entre
los párrafos dedicados al encanto de las porteñas. Hacía apenas dos décadas que
esa afición por la especulación –incluso contra la moneda nacional–, compartida
por gobernantes y gobernados, había puesto al país en cesación de pagos,
tumbado al presidente Juárez Celman y arruinado la vida de muchas familias,
como lo describieron dramáticamente Julián Martel y Carlos María Ocantos en sus
novelas La Bolsa y Quilito. Por cierto, no sería la última vez
que ese rasgo tan característico de los argentinos causara estragos en la
sociedad.
Hay más: “¿Por qué se detiene toda esa
multitud italiana en Buenos Aires, lleno ya de emigrados, en lugar de dirigirse
de una vez a la pampa, que no cesa de solicitar la energía del trabajador,
hasta el punto, según me han dicho, que se ven pudrirse las cosechas, a falta
de brazos para recogerlas a pesar del ofrecimiento de salarios, que suben a
veces hasta a 20 francos por día?” Aunque ensayó un par de respuestas, parece
subyacer en la pregunta un cuestionamiento a la falta de políticas concretas
que le dieran sentido práctico al objetivo, razonable pero demasiado abstracto,
de fomentar la inmigración para levantar un país tan extenso como poco poblado.
Una de esas respuestas, precisamente, desnuda
otro problema crónico de los argentinos: “He oído a trabajadores italianos
quejarse de no estar suficientemente protegidos, lejos de las ciudades, contra
la omnipotencia excesiva de funcionarios propensos a creer que todo les está
permitido”, escribió Clemenceau.
Esa descripción crítica de la burocracia
pública se complementa con el perfil que trazó sobre una de las figuras más
influyentes en la vida –también en la política, desde luego– de la época,
Benito Villanueva, por esos días presidente del Jockey Club: “Es un senador,
muy lanzado en el mundo de los negocios, cuyo arte particular es el de reunir y
fundir agradablemente las cualidades superlativas del go ahead
norteamericano y las gracias de una urbanidad superior diluida en hombría de
bien europea. Entretiene relaciones constantes con todos los mundos de la
capital y, si no tiene parte en todos los negocios, podría tenerla a su gusto
(...) Es un manipulador de hombres que no vacila en hacer los sacrificios
necesarios a los resultados (...) Como todo hombre mezclado en las luchas de la
política, tiene sin embargo sus adversarios, sobre todo cuando se presentan
conflictos de intereses”. No hace falta ser historiador para advertir la
dificultad que muchos políticos han tenido a lo largo de la historia –no sólo
la inmediatamente reciente– para establecer con claridad los límites entre los
negocios públicos y los privados, y las consecuencias que ello ha tenido, y
tiene, sobre la sociedad.
Hasta un hecho imprevisto –una bomba lanzada
en el Teatro Colón, en plena función, que hirió gravemente a varias personas–
permitió a El Tigre marcar otro punto que sería crónicamente débil para
los argentinos: la escasa eficiencia para investigar y castigar correctamente
ciertos delitos. “El criminal –escribió– no ha sido descubierto hasta aquí,
aunque un arresto sensacional, durante mi permanencia en Buenos Aires,
permitiera creer por un momento que había sido descubierto. Se instituyó una
especie de estado de sitio que duraba aún en el momento de mi partida, que
investía al gobierno de poderes extraordinarios, del que no hizo uso sino
contra las organizaciones presumidas de anarquía”.
* * * * *
Esta nota fue publicada por el diario La Nación el 5 de agosto de 2005.
http://www.lanacion.com.ar/727377-clemenceau-y-el-riesgo-pais
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