viernes, 8 de noviembre de 2013

PRESIDENTES Y VICES, UNA HISTORIA BICENTENARIA



El caso de Amado Boudou como vicepresidente insospechable de deslealtad pero que igual le causa problemas a su compañera de fórmula, Cristina Fernández, es de algún modo comparable al de Víctor Martínez con Raúl Alfonsín en 1983-89, aunque por motivos muy diferentes.
El 6 de septiembre de 1984, cuando Alfonsín y Martínez estaban por cumplir apenas nueve meses en el gobierno, la revista La Semana –la misma que cinco años más tarde se transformaría en la actual Noticias– publicó por primera vez la versión sobre una supuesta conspiración para derrocar al presidente y dejar a cargo de la administración al vice.
Ese rumor circuló sin interrupción, y muy intensamente, hasta el último día del gobierno radical. Probablemente nunca lo haya inquietado a Alfonsín: hoy sabemos que pocas veces ha habido un vicepresidente como Martínez, tan leal y fiel tanto a su responsabilidad como al presidente al que le tocó acompañar. Pero fue un factor que condicionó la vida política, económica y social del país, y por lo tanto la marcha del gobierno, como puede comprobarlo quien tenga memoria o revise los diarios de aquellos días.
De 1983 en adelante, prácticamente no hemos estado exentos de relaciones turbulentas entre presidentes y vices. Carlos Menem y Eduardo Duhalde (1989-95) no tardaron en exteriorizar sus diferencias, que se zanjaron cuando, a los dos años de iniciar el mandato, el segundo dejó la Vicepresidencia para aspirar a la gobernación de la provincia de Buenos Aires, que ganó.
Menem y Carlos Ruckauf (1995-99) disimularon un poco mejor sus diferencias, que de todos modos se hicieron evidentes cuando, hacia el final del período, el vice apoyó la candidatura presidencial de Duhalde y se postuló para reemplazar a éste en la gobernación bonaerense.
Más acá en el tiempo, Fernando de la Rúa y Carlos Álvarez (1999-2001) duraron juntos apenas 10 meses, Néstor Kirchner y Daniel Scioli (2003-07) iniciaron seis meses después de haber asumido la nutrida saga de humillaciones públicas al hoy gobernador bonaerense, y Cristina Fernández y Julio Cobos (2007-11) completaron una historia de recelos cuyo punto culminante fue el célebre voto no positivo del mendocino.
Pero la cuestión no es tan reciente sino que se remonta al origen mismo de la Nación, cuando la Argentina aún no se llamaba así y la organización gubernamental era diferente de la actual.
Sólo seis meses después de la Revolución de Mayo surgió la disidencia de fondo entre el presidente de la Primera Junta, Cornelio Saavedra, y el secretario de Gobierno, Mariano Moreno, cuando, tras el triunfo en Suipacha que garantizó la incorporación de las provincias del Alto Perú al primer gobierno patrio, el primero consideró llegada la hora de moderar la política de terror llevada adelante hasta entonces, a lo que se opuso el segundo. Saavedra diría entonces que el secretario pretendía “hacerse un dictador” y Moreno, que el presidente quería convertirse en “la segunda parte de Liniers”. En verdad, la inquina entre ambos se había originado en 1809, cuando Moreno participó de la rebelión de Álzaga que fue aplastada por Saavedra.
En 1868, Domingo Faustino Sarmiento, que llegó a la primera magistratura como candidato del Partido Nacional, sentía tal desconfianza por su vicepresidente, el autonomista Adolfo Alsina –quien mantenía aspiraciones presidenciales–, que, antes de asumir, le escribió a un amigo: “Será presidente del Senado, para tocar la campanilla; pues, en cuanto a vice, pienso convidarlo dos veces a comer”. Y contra lo que establece la Constitución, jamás delegó el mando en su segundo cuando se alejó de la capital federal.
A fines de 1889, cuando el festival de corrupción y especulación financiera había puesto al país al borde de la cesación de pagos, el presidente Miguel Juárez Celman no ocultaba sus diferencias con el vice Carlos Pellegrini. Éste, el 22 de julio de 1890, cuatro días antes de la Revolución del Parque, escribió a Miguel Cané que el mandatario “no se da cuenta de toda la gravedad”. A comienzos de agosto, cuando “la revolución está vencida pero el gobierno está muerto”, como afirmó el senador Manuel Dídimo Pizarro, Pellegrini y el presidente provisional del Senado, Julio Roca –antecesor y concuñado de Juárez Celman–, advirtieron al primer magistrado que su gobierno era insostenible. Juárez empleó unos pocos días en buscar otros aliados, primero, y en arrastrar a Pellegrini y Roca en su caída, luego, pero todo fue en vano: renunció el 6 y fue reemplazado por su vice.
En 1922, Marcelo T. de Alvear llegó a la Presidencia ungido por su antecesor y líder partidario, Hipólito Yrigoyen, pero no tardó en tomar distancia de él. Y así como se sentía orgulloso de sus ministros –“Soy el secretario de ocho presidentes”, decía–, recelaba de su vicepresidente, el hiperyrigoyenista Elpidio González. Tanto, que, apenas asumió, ordenó el acuartelamiento de tropas por temor a una conspiración.
Roberto M. Ortiz juró como presidente en febrero de 1938. Se manifestó dispuesto a terminar con el fraude patriótico y lo demostró exactamente dos años después, cuando decretó la intervención de la provincia de Buenos Aires tras una elección amañada para que ganara el conservador Alberto Barceló. Pero cinco meses más tarde, aquejado por una avanzada diabetes que lo había dejado casi ciego, debió pedir licencia. Y aunque sólo renunciaría en junio de 1942, su vicepresidente, Ramón Castillo, no esperó siquiera dos meses para formar gabinete propio y restaurar el orden de la década infame.
También en gobiernos de facto hubo cortocircuitos entre presidentes y vices, pero estos casos tuvieron la forma de derrocamientos, cuando el general Edelmiro Farrell, vicepresidente y ministro de Guerra, exigió la renuncia del general Pedro Pablo Ramírez y lo reemplazó, a comienzos de 1944, y cuando el contralmirante Isaac Rojas participó activamente del complot que volteó al general Eduardo Lonardi 50 días después de haber asumido, en 1955, y permaneció en el cargo con el mandatario siguiente, el general Pedro Aramburu.
De todos modos, el paradigma de las crisis entre mandatarios y sus segundos sigue siendo la que ocurrió entre Arturo Frondizi y Alejandro Gómez, quien fue forzado a renunciar a fines de 1958, menos de siete meses después de haber jurado el cargo, envuelto en sospechas nunca comprobadas de que conspiraba para destituir al presidente y quedar en su lugar.

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