jueves, 31 de octubre de 2013

EL SANTO SUDARIO DE CHÁVEZ


Ese fantástico exponente del realismo mágico que es el chavismo consumó ayer una de sus obras más ambiciosas: el santo sudario de su creador.
El presidente Nicolás Maduro afirmó anoche que el rostro del fallecido Hugo Chávez se reveló hace algunas madrugadas en la pared de un túnel del metro de Caracas y presentó una fotografía como prueba de la supuesta aparición.
La idea, sin embargo, no es del todo nueva, pues estaba instalada en la propicia mente del inefable Maduro al menos desde la segunda semana de abril.
Así lo reveló el publicista chavista Mario Silva en su rendición de cuentas ante el jefe del servicio de inteligencia cubano G2 en Venezuela, teniente coronel Aramís Palacios, cuya grabación fue hecha pública el 20 de mayo por un grupo de diputados opositores.
Silva ‒a quien la difusión de esa conversación le valió el ostracismo‒ era el publicista y difamador preferido de Chávez, con sendos programas diarios de televisión y de radio, pero también era un activo agente de inteligencia que manejaba ingentes recursos del erario y hasta grupos de civiles armados, como surge de su propia confesión.
Entre los abundantes detalles de conspiraciones y hechos de corrupción que, descarnadamente, atribuyó a sectores del chavismo, Silva afirmó lo siguiente:
“El día 12 [de abril, Maduro] me dice: ‘Apenas puedas, llámame, sin decir nada en vivo’. Yo lo llamo. ¿Sabes qué me dice? Ojo, esto es lo que él me dijo, y me mandó una foto: que la cara de él se había aparecido en el cuadro del comandante [Chávez] que está en el Cuartel de la Montaña [donde descansan sus restos], y que grabaron video y todo. La cara de él se había aparecido en las manos del comandante. Aquí la tienes, la foto. (...) El video yo nunca lo vi. (...) Yo llamo a Jorge Rodríguez [el jefe del comando de campaña del chavismo] y le digo: ‘Jorge, está pasando esto en el Cuartel de la Montaña’. Y me dice Jorge: ‘Cuidado con lo que dices, Mario, porque esto sería que en dos días nos tumban la campaña completa diciendo que Nicolás está loco’. Y yo entiendo eso rápidamente y le digo a él: ‘Nicolás, ve bien; Jorge me llamó (...) y le comenté lo del video, y me dijo que tuviera cuidado con la interpretación que le pudieran dar los medios’. (...) Me impresionó ese evento. Yo no le voy a decir que no creo en esa verga, ¿verdad? Pero me dice que eso se dio delante de la gente de Casa Militar, delante de Tareck El Aissami [gobernador del estado Aragua, hasta pocos meses antes ministro del Interior]. (...) Si esa vaina salía al aire, era un boom, se daba un coñazo, decían que Nicolás estaba loco y Nicolás perdía. Eso se acabó. Murió. No se habló más nada de esa vaina.”
Para el público desprevenido, todo empezó aparentemente el 2 de abril, cuando, al visitar la casa natal de Chávez en el inicio formal de la campaña para las elecciones del 14, Maduro dijo que el líder muerto se le había aparecido en la forma de un “pajarito chiquitico” y le había dado su bendición.
Pero los cimientos de esa historia son bastante más antiguos, según me lo confirmaron en Caracas ­‒durante mi cobertura del último proceso electoral‒ políticos y periodistas venezolanos, y hasta un dirigente argentino de antiguos y sólidos lazos con el chavismo.
El asunto es que Maduro, que por su formación doctrinaria ­‒marxista, primero con inclinación al maoísmo y luego corregido durante su estancia en Cuba en los ’80‒ debería ser ateo, se ha visto de repente en la obligación de subrayar, al menos en público, una fe cristiana a la que Chávez siempre vinculó estrechamente con su revolución.
Pero resulta que el presidente de Venezuela ‒lo mismo que su muy influyente esposa, Cilia Flores‒ no es ni ateo ni cristiano, sino creyente en Sai Baba, el líder espiritual indio fallecido en 2011 que sostenía que era la encarnación de Dios y aseguraba que es posible ver a éste en cualquier ser o en cualquier objeto.
Como sea, preparémonos para ver la imagen del santo sudario de Chávez multiplicada en afiches, espacios publicitarios y toda forma posible de reproducción. Por supuesto, a costa de la harina y el papel higiénico de los venezolanos.

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Dejo a continuación un enlace para quienes quieran escuchar la rendición de cuentas de Silva a Palacios. No es la conversación completa sino el fragmento que tomó estado público. Los dirigentes opositores que lo divulgaron prometieron pocos días después que difundirían el resto de la grabación, pero no lo hicieron y no volvieron a hablar del tema. El gobierno y la justicia ‒que en la Venezuela chavista es prácticamente lo mismo‒ anunciaron una investigación de la que tampoco se supo nada. Quién sabe por qué el asunto quedó en el freezer. Lo que está disponible dura una hora y cuatro minutos, y no tiene desperdicio:

http://www.dailymotion.com/video/x1026rw_mario-silva-acusa-a-diosdado-cabello-por-fuga-de-divisas-en-el-seniat-y-cadivi_news#.UZrtNsoU_No

IDEALISMO SETENTISTA vs. PRAGMATISMO OCHENTISTA


Hace siete años, apenas fue publicada, leí con avidez Fernández, la novela de Jorge Fernández Díaz. El primer impulso fue, si se quiere, bastante lineal: en el anticipo publicado por el diario La Nación había unas cuantas cosas que me resultaban familiares y, por si hiciera falta, junto a ese fragmento el autor explicaba: “Es un personaje literario que se me parece (...) Está formado por los hitos y circunstancias de mi generación: chicas y muchachos que nacimos alrededor del ’60, que éramos pibes desinformados el 24 de marzo de 1976, que descubrimos la política cerca de la Guerra de Malvinas, que vivimos la euforia de la democracia...” Igual que Fernández Díaz, nací en 1960, viví hasta pasada mi adolescencia en una de las zonas menos acomodadas de Palermo y soy periodista.
Pero el escritor agregaba algo que se convirtió en una motivación más profunda no sólo para leer y releer la novela, sino además todas las declaraciones que él hizo sobre ella: “... caímos en la enfermedad de no creer en nada. Sin Dios, sin ideología ni compromisos colectivos, admirando y detestando a los setentistas, mi generación se dedicó luego al éxito y a la realización personal, y atraviesa hoy la llamada ‘crisis de la mitad de la vida’”.
Esa afirmación me hacía ruido. Es cierto que creo en muchas menos cosas que en las que creía hace 25 años, cuando “descubrimos la política cerca de la Guerra de Malvinas” y “vivimos la euforia de la democracia”, pero no que no creo en nada. Soy agnóstico pero no carezco de ideología y compromisos colectivos. Jamás admiré a los setentistas y mis aspiraciones de éxito y realización personal fueron bastante moderadas, sobre todo si se las compara con las exhibidas públicamente por varios notorios setentistas que en los ’90 fueron menemistas y hoy son kirchneristas sin sonrojarse por tanto transformismo. Por supuesto, estaba ­–¿aún estoy?– atravesando la crisis de la mitad de la vida.
No obstante, no podía encontrar argumentos suficientes como para refutar esa sensación que no es exclusiva de Fernández Díaz sino que percibo también en muchas y muchos de mi generación: una especie de culpa por no haber sido tan idealistas ni épicos como los setentistas.
Como sucede a veces, hallé esos argumentos cuando había dejado de buscarlos, mientras indagaba sobre las consecuencias, un cuarto de siglo después, de la restauración democrática de 1983.
Comencé a hacerme las preguntas previsibles a la hora de formular un balance de esa naturaleza y a casi todas ellas me respondí con negativas: con la democracia no necesariamente “se come, se cura y se educa”, como nos habíamos ilusionado escuchando a Alfonsín; las instituciones de la República funcionan muy deficientemente o no funcionan; la continuidad constitucional no ha generado una dirigencia mejor, a la altura de los complejos requerimientos de la época, sino, al contrario, parece haber dado lugar a que se consolidara una burocracia corrupta y atrasada; las prácticas democráticas son a menudo vaciadas de contenido –en la última elección presidencial hasta entonces no hubo una sola fórmula elegida por el voto de los afiliados a los partidos políticos y tampoco la habría en 2011, pese a las primarias abiertas–, y ni siquiera es posible evitar un golpe de estado, como ocurrió en 2001, aunque entonces la consecuencia no haya sido la instauración de un régimen de facto.
Justamente por allí creí encontrar una pequeña luz: desde 1983 –se cumplen ahora 30 años– no hubo en la Argentina gobiernos no votados, aun cuando más de un presidente elegido en las urnas haya tensado la cuerda todo lo que pudo para neutralizar la independencia de los otros dos poderes, la de la oposición y hasta, en algún caso, la de la prensa.
Mi primera y penosa conclusión fue que la Argentina sigue aún en transición hacia la democracia; aunque, al mismo tiempo, que no haya habido en ese lapso ninguna interrupción del orden constitucional representa indudablemente un cambio cualitativo importante –y, desde luego, positivo– en relación con el resto de la historia del país.
Sin embargo, como este último fenómeno no se explica por sí mismo, debía encontrar la causa y creo que ésta fue la toma de conciencia colectiva sobre el horror de la violencia política. Han corrido barriles de tinta y toneladas de papel para describir y calificar las atrocidades perpetradas por el gobierno militar de 1976-83, pero casi nunca se ha interpretado que fueron la evolución extrema –grotesca y cruel, es cierto– de una cultura que, desde la fundación misma de la Nación, consideró a la vida humana como variable de ajuste de la política.
La lista de crímenes políticos –expresión falaz destinada a pretender que el adjetivo atenúe la gravedad del significado del sustantivo– es interminable, desde el fusilamiento de Liniers, en agosto de 1810. No ha habido, prácticamente, período alguno de la historia argentina previo a 1983 libre de crímenes con motivaciones políticas. Y en esa escalada, si se excluyen el último gobierno de facto y su macabro antecedente inmediato, la Triple A, la máxima expresión de violencia política, y la más sistemática, fue la puesta en práctica por los setentistas idealistas y épicos.
Todo lo narrado me llevó a dos conclusiones. La primera, que la consecuencia más importante de 1983 es que la sociedad argentina dejó de considerar a la vida humana como variable de ajuste de la política (lo cual no significa que hayan desaparecido de la vida del país otras formas de violencia, política o no política). Por supuesto, no creo que mi generación tenga más mérito que las demás con respecto a este cambio, pero, al menos, sí que es, cronológicamente, la primera libre de ese pecado.
Y la segunda es que ahora puedo explicar claramente por qué no siento culpa por no haber sido un setentista idealista. Nunca me hizo gracia pensar en la vida humana –que en estos casos siempre es la ajena, la del que no piensa como uno– como un bien sacrificable en pos de un objetivo político y no creo que tenga sentido, salvo para quienes se dedican al arte en cualquiera de sus formas, “elevar las cosas sobre la realidad sensible por medio de la inteligencia o la fantasía”, tal como la Real Academia define al vocablo “idealizar”. Déjenme con mi ochentista pragmatismo, que según la misma fuente no significa ausencia de principios y valores sino “movimiento filosófico (...) que busca las consecuencias prácticas del pensamiento y pone el criterio de verdad en su eficacia y valor para la vida”.

miércoles, 30 de octubre de 2013

TREINTA AÑOS



Raúl Alfonsín y el autor de este blog en septiembre de 1983, durante el acto de presentación de la revista Argumento Político.

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“Nostalgia de los años que han pasado, arenas que la vida se llevó, pesadumbre de barrios que han cambiado y amargura del sueño que murió”, escribió Homero Manzi en Sur, uno de sus tantos excelentes tangos. Algo así es lo que siento hoy, al cumplirse 30 años del día en que, como tantos otros argentinos, voté por primera vez.
Se iba la peor dictadura y millones, como yo, experimentábamos una mezcla de esperanza y felicidad que nos hacía sentir poco menos que imbatibles.
Ya tendríamos tiempo de comprobar, no sin dolor, que habíamos dimensionado incorrectamente las expectativas.
No obstante, “a pesar de lo aprendido, si me dan lo que he perdido vuelve a hundirme la confianza”, como dijo otro autor de tangos, Francisco García Jiménez, en Suerte loca.
Tal vez sea por eso ‒o porque, como dicen que dijo Perón alguna vez, “no es que yo haya sido tan bueno sino que los que vinieron después fueron peores”‒ que, pese al “sueño que murió”, la figura de Alfonsín sigue creciendo en mi valoración.
Y ahora que vuelvo a ver la foto, la nostalgia es doble: por la recuperación de la democracia y Alfonsín, pero también por mis 23 años y mi cabellera de entonces.

EL INTOLERANTE, EL SALVADOR Y LOS TRAIDORES

A falta de Fito Páez, esta vez fue su colega Víctor Heredia quien, tras una derrota electoral del kirchnerismo, dio una muestra de intolerancia y de rechazo implícito a las reglas de la democracia al descalificar a la inmensa mayoría de ciudadanos que, teniendo el mismo derecho que él a elegir en las urnas, prefirieron a otros candidatos.
Pero Heredia fue el lunes más allá de donde había ido hace dos años Páez al decir que “la mitad de Buenos Aires” le daba “asco” por haber preferido a Mauricio Macri como jefe de gobierno de la Ciudad y no al candidato kirchnerista, que era el senador Daniel Filmus.
Porque, a diferencia de Páez, Heredia sí tiene formación política, pues militó en el Partido Comunista hasta fines de los ’70 y ayer mismo ratificó que sus “convicciones políticas pasan por el marxismo”.
Además, la suya no fue una expresión más o menos abstracta de su decepción por el resultado electoral, como la de Páez hace dos años, sino más argumentada: según Heredia, el 76,76 por ciento del electorado porteño que votó por candidatos a senadores nacionales distintos de los postulados por el kirchnerismo lo hizo presa de una “injusta miopía” y por haber escuchado “a los traidores”, y, como resultado, “se perdieron al político argentino que salvó a la educación”, en obvia referencia a Filmus.
Lo que Heredia no explicó es cuándo ni cómo, a su juicio, Filmus “salvó a la educación”.
¿Habrá sido entre 1989 y 1992, cuando fue director general de Educación (cargo equivalente al de ministro) de la Ciudad de Buenos Aires, con Carlos Grosso como intendente municipal y Carlos Menem como presidente de la República?
Tal vez no, dado que el hecho más recordado de aquella gestión es el de la escuela-shopping, que consistió en la transformación de la planta baja de un edificio escolar histórico, a una cuadra de la estación Once del ferrocarril, en 17 locales comerciales, en una decisión sospechada de corrupción y denunciada por el entonces joven concejal opositor Aníbal Ibarra.
Pronto se resintió la estructura del edificio y se abandonaron las obras de remodelación prometidas para el colegio. Sólo dos décadas después, en 2011, la Legislatura de la Ciudad sancionó una ley que ordenó el desalojo de los comercios y restaurar el edificio. Poco después, Grosso fue sobreseído definitivamente al prescribir la causa en la que se ¿investigó? el caso. Filmus, más afortunado, no fue procesado.
¿Habrá sido entonces entre 1992 y 1996, cuando fue asesor del Ministerio de Educación nacional, con Susana Decibe como viceministra, Jorge Rodríguez como ministro y Menem como presidente?
En esa época fue, junto a Decibe, uno de los principales autores e impulsores de la Ley Federal de Educación sancionada en 1993, que, entre otras cosas, reestructuró los niveles de la enseñanza, transformando la primaria de siete años y la secundaria de cinco en las llamadas “educación general básica” de nueve años y “polimodal” de tres, aunque sólo seis años de la primera se dictarían en los viejos colegios primarios, y los otros seis, en los antiguos secundarios.
Tal vez haya sido en ese período cuando el actual senador saliente “salvó a la educación”, porque el oficialismo de aquellos días ‒en el que militaban tantos que hoy son fervorosos kirchneristas‒ consideró exitosa la reforma, a tal punto que cuando Rodríguez fue promovido a la Jefatura de Gabinete, Decibe quedó a cargo del ministerio hasta 1999 y Filmus fue consagrado como su jefe de asesores.
¿O habrá sido entre 2000 y 2003, cuando fue secretario (equivalente a ministro) de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, ahora autónoma y con... ¡Ibarra! como jefe de gobierno?
Difícil, porque, a tono con la profunda crisis que sufría el país, la educación pública porteña vivió un período dominado por la caída de los sueldos de los docentes y el deterioro de los edificios escolares por falta de mantenimiento. En ese contexto, la Secretaría autorizó a los concesionarios de los comedores de los colegios a ajustar los menús “a la grave situación financiera”. A las consiguientes protestas por la creciente cantidad de niños mal alimentados, Filmus respondió: “A la escuela se viene a aprender, no a comer”.
¿Habrá sido, finalmente, entre 2003 y 2007, cuando fue ministro de Educación con Néstor Kirchner como presidente?
Podría ser, pues fue en esa época cuando descubrió que la reforma por cuya sanción tanto se había esforzado en tiempos de Menem no había resultado tan satisfactoria como la imaginó y, ya que había acumulado oficio para ello, impulsó la Ley de Educación Nacional que el Congreso sancionó a fines de 2006 para reemplazar a su creación anterior, la Ley Federal de Educación.
“Filmus afirma en un reportaje reciente que la reforma de los ’90 acentuó la cantidad y no la calidad, a pesar de que él mismo fue parte de nuestro equipo de gestión y compartía la visión y la política”, se quejó durante el debate previo, con toda lógica, su antigua jefa Decibe.
Por cierto, la actualización doctrinaria de Filmus del menemismo al kirchnerismo ‒no exclusiva de él, como quedó dicho‒ torna cuanto menos paradójico el antagonismo que Heredia planteó entre el exministro y quienes no lo votaron por haber escuchado “a los traidores”.