Hace siete años, apenas fue publicada, leí con avidez
Fernández, la novela de Jorge Fernández Díaz. El primer impulso fue, si se
quiere, bastante lineal: en el anticipo publicado por el diario La Nación había
unas cuantas cosas que me resultaban familiares y, por si hiciera falta, junto
a ese fragmento el autor explicaba: “Es un personaje literario que se me parece
(...) Está formado por los hitos y circunstancias de mi generación: chicas y
muchachos que nacimos alrededor del ’60, que éramos pibes desinformados el 24
de marzo de 1976, que descubrimos la política cerca de la Guerra de Malvinas,
que vivimos la euforia de la democracia...” Igual que Fernández Díaz, nací en
1960, viví hasta pasada mi adolescencia en una de las zonas menos acomodadas de
Palermo y soy periodista.
Pero el escritor agregaba algo que se convirtió en una
motivación más profunda no sólo para leer y releer la novela, sino además todas
las declaraciones que él hizo sobre ella: “... caímos en la enfermedad de no
creer en nada. Sin Dios, sin ideología ni compromisos colectivos, admirando y
detestando a los setentistas, mi generación se dedicó luego al éxito y a la
realización personal, y atraviesa hoy la llamada ‘crisis de la mitad de la
vida’”.
Esa afirmación me hacía ruido. Es cierto que creo en muchas
menos cosas que en las que creía hace 25 años, cuando “descubrimos la política
cerca de la Guerra de Malvinas” y “vivimos la euforia de la democracia”, pero
no que no creo en nada. Soy agnóstico pero no carezco de ideología y
compromisos colectivos. Jamás admiré a los setentistas y mis aspiraciones de
éxito y realización personal fueron bastante moderadas, sobre todo si se las
compara con las exhibidas públicamente por varios notorios setentistas que en
los ’90 fueron menemistas y hoy son kirchneristas sin sonrojarse por tanto
transformismo. Por supuesto, estaba –¿aún estoy?– atravesando la crisis de la
mitad de la vida.
No obstante, no podía encontrar argumentos suficientes como
para refutar esa sensación que no es exclusiva de Fernández Díaz sino que
percibo también en muchas y muchos de mi generación: una especie de culpa por
no haber sido tan idealistas ni épicos como los setentistas.
Como sucede a veces, hallé esos argumentos cuando había
dejado de buscarlos, mientras indagaba sobre las consecuencias, un cuarto de
siglo después, de la restauración democrática de 1983.
Comencé a hacerme las preguntas previsibles a la hora de
formular un balance de esa naturaleza y a casi todas ellas me respondí con
negativas: con la democracia no necesariamente “se come, se cura y se educa”,
como nos habíamos ilusionado escuchando a Alfonsín; las instituciones de la
República funcionan muy deficientemente o no funcionan; la continuidad
constitucional no ha generado una dirigencia mejor, a la altura de los
complejos requerimientos de la época, sino, al contrario, parece haber dado
lugar a que se consolidara una burocracia corrupta y atrasada; las prácticas
democráticas son a menudo vaciadas de contenido –en la última elección
presidencial hasta entonces no hubo una sola fórmula elegida por el voto de los
afiliados a los partidos políticos y tampoco la habría en 2011, pese a las
primarias abiertas–, y ni siquiera es posible evitar un golpe de estado, como
ocurrió en 2001, aunque entonces la consecuencia no haya sido la instauración
de un régimen de facto.
Justamente por allí creí encontrar una pequeña luz: desde
1983 –se cumplen ahora 30 años– no hubo en la Argentina gobiernos no votados,
aun cuando más de un presidente elegido en las urnas haya tensado la cuerda
todo lo que pudo para neutralizar la independencia de los otros dos poderes, la
de la oposición y hasta, en algún caso, la de la prensa.
Mi primera y penosa conclusión fue que la Argentina sigue
aún en transición hacia la democracia; aunque, al mismo tiempo, que no haya
habido en ese lapso ninguna interrupción del orden constitucional representa
indudablemente un cambio cualitativo importante –y, desde luego, positivo– en
relación con el resto de la historia del país.
Sin embargo, como este último fenómeno no se explica por sí
mismo, debía encontrar la causa y creo que ésta fue la toma de conciencia
colectiva sobre el horror de la violencia política. Han corrido barriles de
tinta y toneladas de papel para describir y calificar las atrocidades
perpetradas por el gobierno militar de 1976-83, pero casi nunca se ha
interpretado que fueron la evolución extrema –grotesca y cruel, es cierto– de una
cultura que, desde la fundación misma de la Nación, consideró a la vida humana
como variable de ajuste de la política.
La lista de crímenes políticos –expresión falaz destinada a
pretender que el adjetivo atenúe la gravedad del significado del sustantivo– es
interminable, desde el fusilamiento de Liniers, en agosto de 1810. No ha
habido, prácticamente, período alguno de la historia argentina previo a 1983
libre de crímenes con motivaciones políticas. Y en esa escalada, si se excluyen
el último gobierno de facto y su macabro antecedente inmediato, la Triple A, la
máxima expresión de violencia política, y la más sistemática, fue la puesta en
práctica por los setentistas idealistas y épicos.
Todo lo narrado me llevó a dos conclusiones. La primera, que
la consecuencia más importante de 1983 es que la sociedad argentina dejó de
considerar a la vida humana como variable de ajuste de la política (lo cual no
significa que hayan desaparecido de la vida del país otras formas de violencia,
política o no política). Por supuesto, no creo que mi generación tenga más
mérito que las demás con respecto a este cambio, pero, al menos, sí que es,
cronológicamente, la primera libre de ese pecado.
Y la segunda es que
ahora puedo explicar claramente por qué no siento culpa por no haber sido un
setentista idealista. Nunca me hizo gracia pensar en la vida humana –que en
estos casos siempre es la ajena, la del que no piensa como uno– como un bien
sacrificable en pos de un objetivo político y no creo que tenga sentido, salvo
para quienes se dedican al arte en cualquiera de sus formas, “elevar las cosas
sobre la realidad sensible por medio de la inteligencia o la fantasía”, tal
como la Real Academia define al vocablo “idealizar”. Déjenme con mi ochentista
pragmatismo, que según la misma fuente no significa ausencia de principios y
valores sino “movimiento filosófico (...) que busca las consecuencias prácticas
del pensamiento y pone el criterio de verdad en su eficacia y valor para la
vida”.
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