Todavía no pasaron cinco horas desde que se anunciara el
relevo del jefe del Gabinete, dos ministros y el presidente del Banco Central,
e internet ya rebosa de interpretaciones acerca del supuesto significado de
esas designaciones. Es inevitable, pues expresa el reflejo de analistas de toda
laya; entre ellos, nosotros, los periodistas.
Aun cuando contienen pronósticos diferentes, y en algunos
casos hasta contradictorios, todos esos trabajos coinciden en algo: sus autores
creen que el reemplazo de un puñado de funcionarios modificará de algún modo el
rumbo de las decisiones del gobierno.
Me apresuro a aclarar que disiento de ello. Creo que no va a
haber ningún cambio relevante. Y fundo mi opinión en el modelo, expresión tan cara al sector gobernante. Que no es tanto,
como muchos creen, ideológico o político, sino sobre todo de management o de gestión.
Que no es tanto un modelo ideológico o político lo prueba el
doble estándar que, sucesiva o a veces incluso simultáneamente, el kirchnerismo
aplicó en tantas ocasiones. Vayan como ejemplos, entre muchísimos otros, los
casos del sistema previsional (apoyó la creación de las AFJP en 1993, dio opción
explícita para que los aportantes eligieran régimen estatal o privado en 2007 y
un año después eliminó el régimen privado y confiscó los ahorros de millones de
trabajadores), la línea aérea chilena LAN (alentó su instalación en 2005 para
acorralar a Aerolíneas Argentinas, entonces en manos privadas, y ahora la
persigue incluso por fuera de la ley para beneficiar a la Aerolíneas estatal), los
medios de comunicación (fue aliado y benefactor del grupo Clarín hasta que disintió
acerca del conflicto agropecuario de 2008, y desde entonces lo considera un enemigo
que “ni justicia” merece, como lo demuestra el caso de los hijos de la principal
accionista) y los militares denunciados por violar derechos humanos (entronizó
al general Milani, quien tiene una causa similar a las que mandaron a la cárcel
a decenas de camaradas).
Mucho más homogéneo y coherente a lo largo del tiempo es el
modelo de gestión del kirchnerismo, basado en una concentración absoluta del
poder de decisión en Néstor Kirchner y Cristina Fernández, y una fragmentación
inédita del poder de los funcionarios en todas las áreas de la administración
nacional.
Salvo el caso de Roberto Lavagna ‒a quien Kirchner toleró durante sus primeros dos años y
medio de mandato‒, desde el 25 de mayo de 2003 no hubo en la Argentina un jefe
del Gabinete ni un ministro con autoridad para llevar adelante alguna política.
No se trata, desde luego, de que los ministros tengan
independencia decisoria de los presidentes a quienes asisten, pero sí de que
dispongan de autoridad delegada para diseñar e implementar políticas ‒acordes
con los objetivos estratégicos encomendados por el mandatario, naturalmente‒, e
interactuar con la sociedad.
Mientras la Presidenta no dé señales de que cambiará su
modelo de gestión ‒y hasta ahora no ha dado ninguna, siquiera remota, por más
que, como bien señalara Carlos Pagni en su nota de ayer en La Nación, “la
verdadera incógnita” del momento es si Cristina “conserva la vocación” de
ejercer el poder tras su reciente episodio de salud‒, ¿qué deberíamos esperar
que haga Capitanich que no pudieron hacer Abal Medina, Aníbal Fernández, Massa
o Alberto Fernández? ¿Qué puede garantizarnos Kiciloff por encima de lo que
ofrecieron Lorenzino, Boudou, Carlos Fernández o Loustau? ¿Cuán verdaderamente
distinta podrá ser la gestión de Casamiquella en relación con las de Yauhar o
Domínguez? ¿Por qué creer que Fábrega le dará al Banco Central un perfil
diferente del que le dio Marcó del Pont?
Si Capitanich aceptó resignar el liderazgo indiscutido de su
provincia para volver a ejercer el cargo que ya había desempeñado en los
primeros meses del turbulento gobierno de Duhalde es porque seguramente apuesta
a ser el candidato oficial a suceder a Cristina. Si ésta no modifica su modelo
de gestión ‒basado en el modelo mental según el cual sólo existen dos
categorías de personas, los esclavos y los enemigos, según sostenía en los
tiempos de Kirchner uno de los pocos habitués de la mesa chica del santacruceño‒, ¿por qué esperar de Capitanich otra
cosa que no sea un soldado disciplinado, preocupado únicamente por satisfacer a
quien tiene la decisión intransferible de ungirlo como su delfín?
Es probable que la promoción de Kiciloff represente una
suerte de aval a sus ideas y a sus recetas. Sin embargo, no parece suficiente
para disipar, aunque sea en forma parcial, la atomización de corrientes de
opinión y micropoderes que, mucho más que a cualquier otra área, caracteriza al
equipo económico del gobierno. Hasta ahora, el recambio de funcionarios no
alcanzó para allanarle demasiados obstáculos, más allá de Lorenzino. Hasta el
de Marcó del Pont resulta neutro para el nuevo ministro, que no tiene buena
sintonía con Fábrega. Tal vez pueda ser otra cosa si mañana nos enteráramos de
que también se irán Moreno y, sobre todo, Echegaray. Pero aun así, ¿qué nos
habilita a suponer que la política económica del gobierno dejará de ser la
sucesión de parches espasmódicos y tardíos, y a menudo inútilmente
restrictivos, que ha sido hasta ahora? En todo caso, el verdadero interés
estará centrado en tratar de saber cuáles pueden ser las próximas medidas para
anticipar cómo pueden llegar a impactar sobre la actividad de cada uno. O sea: igual
que hasta ahora.
Para no abundar, lo mismo vale para los nuevos ministro de
Agricultura y presidente del Banco Central.
Como siempre, la dueña de la pelota es una sola. Hasta ahora, no quiso prestarla
nunca, ni por un ratito. Si no cambia de opinión ‒y, por lo visto, no parece
fácil que lo haga‒, todo seguirá igual.