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Quienes me conocen saben de mi afición por el tango. Me gusta alardear de que es genética ‒en las tres generaciones que me preceden hay seis músicos y tres letristas‒, aunque no estoy seguro de que sea realmente así, pues ninguno de mis tres hermanos comparte el berretín.
He dedicado muchas horas al estudio de la historia del
género y atesoro miles de grabaciones y no pocas anécdotas relatadas por mis
mayores. En cambio, he visto en vivo a muy pocos intérpretes, he conversado
ocasionalmente sólo con algunos de ellos y no he frecuentado a ninguno.
Desde esa distancia, tengo para cada especialidad ‒cantores,
cancionistas, instrumentistas, directores, arregladores, autores, compositores‒
varias categorías de sentimientos: los que me gustan más, los que me gustan
menos, los que no me gustan, los que me despiertan admiración, los que me
causan simpatía, los que me generan respeto por su trayectoria o por su
importancia aunque no me gusten.
Leopoldo Federico, fallecido anteayer a los 87 años, entra
en varias de esas categorías.
Es de los que me gustan como compositor, director e
intérprete del bandoneón. Me despierta admiración por sus tozudas ganas de
tocar el fueye durante 70 años y ‒lo que creo más meritorio porque era lo más
difícil‒ asumir los riesgos de mantener una orquesta completa prácticamente
hasta el fin de sus días.
Me genera respeto por su importancia porque fue, sobre todo
en la época en que acompañó con su agrupación a Julio Sosa, una de las
contadísimas figuras que le aportó algún aire nuevo a un género que agonizaba
por su falta de renovación y la competencia de otros ritmos, y a mediados de
los 80 estuvo entre los que lo resucitaron.
Y me genera simpatía e incluso afecto ‒aunque sólo recuerdo
haber conversado un rato con él durante el velatorio de una tía, hace casi 30
años‒ porque era buen compañero y amigo, según me aseguró siempre mi tío
Daniel, que trabajó muchos años con él, tanto a la par, cuando ambos integraban
la fila de bandoneones de la orquesta estable del Canal 11, como subordinado,
en la orquesta del Gordo, a quien acompañó en su primera gira por Japón, en
1976. Y debe de haberlo sido, nomás. Si no, ¿a quién se le ocurre ponerse al
frente de la lucha por los derechos de sus colegas, durante tanto tiempo y
hasta tan avanzada edad, en la Asociación Argentina de Intérpretes?
Como me ocurrió cuando falleció mi admirada
Nelly Omar, quien durante tantos años obsequió su amistad a mis padres, con la
partida de Leopoldo Federico sentí que se fue alguien que, además de formar
parte imprescindible de la historia del tango, tiene también un lugar en mi
historia familiar.