Como futbolero creo ser bastante atípico. Para empezar, no
soy hincha del mismo club que mi padre. Nunca logré recordar por qué, pero lo
cierto es que tenía ocho años ‒corría 1968‒ cuando resolví que sería de Huracán
para siempre. Entonces no lo sabía, pero esa decisión determinó que por mucho
tiempo viviera esa adhesión prácticamente en soledad. Si la pertenencia a
cualquier club de fútbol se vincula principalmente con la tradición familiar y,
en la mayoría de los casos, con el barrio, esas dos características tienen una
dimensión extraordinariamente mayor en Huracán. Sin embargo, nadie en mi
familia era del Globo y yo no había vivido ‒ni viviría jamás‒ siquiera cerca de
Parque Patricios. No recuerdo hinchas de Huracán entre mis compañeros de
primaria y secundaria ni entre amigos del barrio o parientes o amigos de mis
padres. Apenas un plomero o gasista que vivía enfrente de mi casa y un empleado
del quiosco de diarios de la esquina, pero eran adultos. Para colmo, casi nunca
veía jugar al equipo: en esa época se televisaban muy pocos partidos y cuando
iba a la cancha debía ver lo que tocara, porque mi padre era cronista de
fútbol. Por este mismo motivo, me acostumbré a ver los partidos desde los
palcos o las plateas y, aunque muchas veces lo hice, nunca me gustó verlos
desde las cabeceras, donde generalmente se reúnen los hinchas más pasionales.
Cuando aprobé el examen de ingreso al Carlos Pellegrini,
logré convencer al viejo de que en lugar del reloj prometido me comprara la
camiseta, el pantalón (el Adidas Mediocampo, blanco adelante y rojo atrás) y
las medias de Huracán. Vi algunos partidos del equipo inolvidable de 1973, pero
no aquel en que salió campeón ni el último del torneo, el de los grandes
festejos. Igual, lo viví campeón. Me ilusioné con ese lustro espectacular
(tercero en 1972 y 1974, subcampeón en 1975 y 1976), en el que fui a la cancha
cada vez con mayor frecuencia. Después, mientras el Globo volvía a la
mediocridad deportiva de los años anteriores, fui yo el que comenzó a hacer
crónicas de fútbol y rugby, y otra vez a verlo cada muerte de obispo.
Durante el gobierno de Alfonsín, mi entusiasmo por la
militancia política fue proporcional a mi alejamiento del fútbol. En esa época
fui muy pocas veces a la cancha. Pero aunque no vi ese maldito partido ni por
televisión, el primer descenso, el de 1986, sigue doliéndome como el primer
día. Cuando Huracán regresó a Primera, en 1990, ya hacía más de un año que
había vuelto a ir la cancha. Poco después compré un abono a platea que mantuve
unos cuantos años. Para entonces, la vida me había puesto en contacto ‒y lo
haría también más adelante‒ con otros hinchas del Globo. Todos típicos, por
supuesto: con padres, hermanos y amigos quemeros,
y residencia pasada o familiar en Parque Patricios. Al menos, ahora tengo
varios buenos amigos con quienes compartir esa pasión y ya no me siento tan
solo.
No sé muy bien por qué, pero a medida que Huracán fue
hundiéndose deportiva e institucionalmente, yo fui sintiéndome cada vez más
cerca y más pendiente. Agnóstico y escéptico a más no poder, trato de ser lo
más racional posible en cada acto de mi vida. Incluso, en parte, también con el
Globo: no tolero la cultura barrabrava e intento ser analítico y crítico tanto
con el equipo ‒buscando primero los errores propios, para no responsabilizar
siempre a los demás por las derrotas propias‒ como con la conducción del club.
Sin embargo, Huracán puede con mi inteligencia y mi razón: reviso Twitter y
sitios y foros partidarios dos o tres veces por día, y hasta compañeros de
trabajo sin interés por el fútbol saben cuándo juega el Globo y me preguntan
cómo le fue, de tanto que los atormento con el tema.
Pero si bien muchas veces fui a ver jugar a Huracán como
visitante, jamás lo había hecho fuera del conurbano bonaerense. Este año, en
junio, por primera vez fui un poquito más lejos, hasta La Plata, para volver a
decepcionarme con el desempate con Independiente. Estaba resuelto a viajar el
mes pasado a San Juan para ver la final de la Copa Argentina, pero la promesa ‒para
colmo, luego incumplida‒ de una reunión de trabajo importante para el mismo día
me disuadió. Ahora, por fin, a los 54 años, creo que debuté: viajé más de 1.000
kilómetros para bancar al Globo en otra suerte de final. Para bancarlo solo y en
silencio, sin que Huracán pudiera enterarse, porque me tocó un partido a
puertas cerradas que pude presenciar como periodista acreditado por el diario
mendocino MDZ Online. Extrañé mucho el domingo a Mariano, a Fernando y a Diego.
Un triunfo deportivo sin abrazos siempre es incompleto. Pero no me quejo: al fin
y al cabo, tal vez haya sido el partido ideal para mi historia como hincha.
Siempre me llamaron la atención esos partidos
que, una vez comprobada su trascendencia histórica, tienen el poder mágico de multiplicar
sin límite la cantidad de espectadores que los vieron. ¿Cuántos afirman haber presenciado
cómo Diego Maradona hacía su primer gol en Primera División, en el viejo
estadio San Martín, de Mar del Plata? ¿Cuántos juran que estuvieron en las
tribunas cuando Huracán le ganó 5-0 a Rosario Central en Arroyito, seguramente
el mejor partido jugado por el equipo espectacular de 1973? Pues bien: a pesar
de que fue a puertas cerradas, yo vi en la cancha al Globo ganarle a Atlético
Tucumán en el Malvinas Argentinas, y no miento.
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Esta nota fue reproducida por el diario mendocino MDZ Online:
http://www.mdzol.com/opinion/576795/
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Esta nota fue reproducida por el diario mendocino MDZ Online:
http://www.mdzol.com/opinion/576795/
Muy bueno Ale! Impecable el cambio de reloj por pilcha.
ResponderBorrarTe invito a mi blog... http://varietearturina.blogspot.com.ar/
Muchas gracias, Nico querido. Y felicitaciones para vos también. Un domingo inolvidable para esa raza tan sufrida de académicos y quemeros.
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