lunes, 8 de diciembre de 2014

DICIEMBRE SIEMPRE ES UN MES MOVIDO


En el imaginario colectivo, diciembre siempre es un mes con mucho movimiento. No sólo por las reuniones del 24 y el 31 –por lo general exageradas en costo e ingesta de alimentos y bebidas–, sino por la desenfrenada maratón de compras y citas sociales y laborales que casi todos nos creemos obligados a correr. Pero, en todo caso, se trata de un movimiento de carácter festivo. Sin embargo, cada tanto los asuntos públicos se han colado de manera traumática en la agenda del último mes, como lo prueba un rápido repaso por los últimos 40 años.
Así ocurrió en 1975, cuando la Argentina aún no había digerido la muerte de Juan Domingo Perón, ocurrida casi un año y medio antes, y el gobierno de su viuda languidecía por su incapacidad para actuar frente a una economía desbordada, con una inflación galopante a un ritmo hasta entonces desconocido –que, no obstante, después sería ampliamente superado–; una lucha despiadada por el liderazgo y la orientación política dentro del partido oficialista y del propio gobierno, y una violencia sin precedente, con bandas armadas de izquierda y de derecha, incluida la paraestatal Triple A, germen del terrorismo de estado de los años siguientes. En ese contexto, en el que la opinión pública contaba los días que faltaban para un derrocamiento del que prácticamente nadie dudaba, el 3 de diciembre los Montoneros asesinaron al general Jorge Cáceres Monié, que había sido jefe de la Policía Federal en 1970-71; el 18 se produjo una rebelión encabezada por el brigadier Jesús Capellini, que no triunfó pero fue considerada por muchos historiadores como un ensayo general del golpe de estado del 24 de marzo de 1976 –de hecho, sirvió para que Orlando Agosti reemplazara al peronista Héctor Fautario como comandante de la Fuerza Aérea y las tres fuerzas quedaran bajo conducciones homogéneamente golpistas–, y el 23, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP, grupo guerrillero de orientación maoísta que había llegado a tener más de 3.000 combatientes pero ya estaba bastante diezmado) prácticamente empeñó su reserva en el asalto a un batallón de arsenales ubicado en Monte Chingolo, en el conurbano bonaerense, pero el Ejército, enterado del ataque, emboscó a los guerrilleros. Sólo en el cuartel aparecieron 62 cadáveres y otros 23 en las inmediaciones. Además, murieron al menos siete militares y casi 40 civiles, y hubo decenas de heridos en ambos bandos.
En 1978, ya bajo el régimen militar de facto, la Argentina gobernada por el general Jorge Videla estuvo a punto de enfrentarse en una guerra con el Chile del general Augusto Pinochet. Sólo el mal tiempo evitó que el día 22 tropas argentinas invadieran las islas Lennox, Nueva y Picton, objeto de la disputa. Al día siguiente, el papa Juan Pablo II hizo saber su preocupación y el 26 envió al cardenal Antonio Samoré, quien de a poco obró lo que entonces parecía un milagro.
Otro diciembre políticamente movido fue el de 1981. A comienzos del mes, el general Roberto Viola, presidente de facto, había perdido el apoyo de la Junta Militar. Una vez decidido su desplazamiento, se fingió que tenía problemas de salud –para lo cual fue internado unos días en el sanatorio Güemes– mientras se negociaban las condiciones de su alejamiento y el nombre de su reemplazante. Hubo entonces un interinato a cargo del vicealmirante Carlos Lacoste –única vez que un marino estuvo al frente del Poder Ejecutivo Nacional– y finalmente, el 22, asumió la Presidencia el jefe del Ejército, el general Leopoldo Galtieri, quien archivaría la apertura política y el cambio de orientación económica ensayados en nueve meses por Viola tras los cinco duros años de Videla, y, de la mano de Roberto Alemann, traería aires de ajuste a la economía. Con todo, lo peor de la gestión de Galtieri no ocurriría en diciembre sino cuatro meses más tarde, en abril: la Guerra de las Malvinas. 
En 1982, con el Proceso en plan de retirada, la imponente manifestación organizada por la Multipartidaria (partidos Justicialista, Intransigente y Demócrata Cristiano, Unión Cívica Radical y Movimiento de Integración y Desarrollo) era una fiesta cívica hasta que comenzó la inexplicable represión policial que dejó un muerto: el obrero salteño Dalmiro Flores, baleado por la espalda y frente al Cabildo por un supuesto policía de civil que jamás sería identificado. 
Ya recuperada la democracia –Raúl Alfonsín asumió la Presidencia el 10 de un diciembre esperanzador como pocos–, llegó el turno de los carapintadas, aquel sector de militares que, descontentos por la forma en que las autoridades de las fuerzas armadas y de seguridad asumían la revisión política y judicial de lo ocurrido durante la última dictadura, eligieron, como vía para demostrarlo, el amotinamiento. Lo habían hecho por primera vez en la Semana Santa de 1987 y repetido en enero de 1988, en ambos casos bajo la conducción del entonces teniente coronel Aldo Rico. Dos veces reaparecieron y ambas fueron en diciembre. En los primeros días del último mes de 1988, el episodio comenzó con la sublevación de un grupo de Albatros, como se conoce a los comandos de la Prefectura Naval, encabezados por el oficial Raúl Desagastizábal. Pronto se supo que el líder del movimiento era el coronel Mohamed Alí Seineldín –igual que Rico, veterano de la Guerra de las Malvinas–, quien puso como excusa una supuesta intención de la administración radical para no entregar el gobierno al justicialista Carlos Menem si éste ganaba las elecciones de 1989. Hasta allí no hubo más que daños materiales y penas de prisión que luego fueron indultadas. Pero el 3 de diciembre de 1990 la historia fue diferente: otra vez al mando de Seineldín, preso en San Martín de los Andes, el alzamiento fue severamente reprimido por las fuerzas leales al gobierno. Hubo 13 muertos –algunos de ellos, civiles– y más de 200 heridos. Y no hubo más motines.
Entre los dos últimos alzamientos carapintadas estuvo el diciembre de 1989, signado por los azotes de la economía. Menem, quien llevaba medio año como presidente, no había podido enderezar la situación heredada. Su alianza con el poderoso grupo empresario Bunge & Born, expresada en la designación de Miguel Roig y Néstor Rapanelli como sucesivos ministros de Economía, no logró evitar un nuevo episodio de hiperinflación –el segundo en el año, luego del más recordado ocurrido todavía en la gestión de Alfonsín– y dio un golpe de timón. El 18 designó en lugar de Rapanelli a Antonio Erman González, quien 10 días después dispuso la incautación por parte del Estado de los depósitos a plazo fijo y la devolución de los importes a sus propietarios en títulos de la deuda externa a 10 años de plazo. Fue el tristemente recordado Plan Bonex (ésta era la sigla de los Bonos Externos), que secó de liquidez al país pero no frenó inmediatamente la inflación: por el postre helado que mi padre había reservado en la tarde del 31 de diciembre, a las 22, cuando fue a retirarlo, quisieron cobrarle el doble que cinco horas antes. No lo llevó, por supuesto.
Habría de pasar más de una década para vivir otro diciembre tenso de principio a fin: el de 2001. Comenzó temprano, cuando, con la economía –otra vez– en terapia intensiva, el ministro Domingo Cavallo dispuso severísimas restricciones a la extracción de dinero impuesto en cajas de ahorro, cuentas corrientes y depósitos a plazo fijo. Era el corralito. Ya no se tocaban solamente los ahorros, como había sucedido en ocasiones anteriores –el mismo Plan Bonex, por ejemplo–, sino que ahora la medida afectaba al dinero para sufragar los gastos corrientes, porque el propio Cavallo, entre su anterior gestión como ministro de Menem y esta última, bajo la presidencia de Fernando de la Rúa, había obligado a prácticamente todos los trabajadores registrados a que cobraran sus sueldos a través de cajas de ahorro bancarias. La inmediata pérdida de poder del gobierno quedó de manifiesto pocos días después en dos hechos: el desaire de los gobernadores provinciales que no asistieron a una cita convocada por De la Rúa y un artículo lapidario del diario estadounidense The Wall Street Journal en el que quedaba claro que los centros financieros mundiales le habían soltado la mano a Cavallo. Lo que siguió fue la crónica de una muerte –la del gobierno– anunciada: cacerolazos in crescendo, el desafortunado dictado del estado de sitio en la noche del 19, la manifestación popular pese a todo, la tardía expulsión de Cavallo en la madrugada del 20, la feroz represión policial y el anuncio de la renuncia de De la Rúa esa misma tarde, y la sucesión de encargados del Poder Ejecutivo: Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá –con anuncio de default incluido– y Eduardo Camaño.
El exagerado cariz de gesta que ciertos sectores marginales –y algunos no tanto– de la política argentina le han dado a las protestas callejeras de diciembre de 2001, y sobre todo a los saqueos organizados en esos días por dirigentes y punteros del peronismo y grupos afines, han instalado en los últimos años el temor a que el descontento por la situación económica y laboral cada vez más deteriorada se exteriorice en desmanes similares a los de aquella vez. Tuvimos una prueba de ello el año pasado, cuando el 9 y el 10 de diciembre se produjeron saqueos y otros disturbios en diversas ciudades de la Argentina mientras varias policías provinciales estaban de huelga. Se informó oficialmente que por esos hechos murieron 14 personas en todo el país, pero al menos tres fuentes sostuvieron que las víctimas fatales de esas jornadas fueron muchas más y que el gobierno nacional prohibió divulgar la cantidad real (ver al respecto mi nota “¿Cuántos fueron los muertos de diciembre?”, en este mismo blog: http://ajlomuto.blogspot.com.ar/2013/12/cuantos-fueron-los-muertos-de-diciembre.html). El despliegue de la Gendarmería y el acuartelamiento del Ejército disuadieron a quienes preparaban un nuevo brote de saqueos para celebrar el 20 de diciembre.
Este año, mucho más que cualquier grupo marginal, es el propio Gobierno el que viene agitando el fantasma de los saqueos. Ojalá sea nada más que una de sus tan frecuentes bombas de humo.

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Esta nota fue reproducida el jueves 11 de diciembre de 2014 por el diario digital mendocino MDZ Online.

http://www.mdzol.com/opinion/575731/

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