martes, 30 de diciembre de 2014

LEOPOLDO FEDERICO

Osvaldo Rizzo ("Pichuquito"), Leopoldo Federico y Daniel Lomuto en 1973, cuando integraban la Orquesta Estable del Canal 11.

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Quienes me conocen saben de mi afición por el tango. Me gusta alardear de que es genética ‒en las tres generaciones que me preceden hay seis músicos y tres letristas‒, aunque no estoy seguro de que sea realmente así, pues ninguno de mis tres hermanos comparte el berretín.
He dedicado muchas horas al estudio de la historia del género y atesoro miles de grabaciones y no pocas anécdotas relatadas por mis mayores. En cambio, he visto en vivo a muy pocos intérpretes, he conversado ocasionalmente sólo con algunos de ellos y no he frecuentado a ninguno.
Desde esa distancia, tengo para cada especialidad ‒cantores, cancionistas, instrumentistas, directores, arregladores, autores, compositores‒ varias categorías de sentimientos: los que me gustan más, los que me gustan menos, los que no me gustan, los que me despiertan admiración, los que me causan simpatía, los que me generan respeto por su trayectoria o por su importancia aunque no me gusten.
Leopoldo Federico, fallecido anteayer a los 87 años, entra en varias de esas categorías.
Es de los que me gustan como compositor, director e intérprete del bandoneón. Me despierta admiración por sus tozudas ganas de tocar el fueye durante 70 años y ‒lo que creo más meritorio porque era lo más difícil‒ asumir los riesgos de mantener una orquesta completa prácticamente hasta el fin de sus días.
Me genera respeto por su importancia porque fue, sobre todo en la época en que acompañó con su agrupación a Julio Sosa, una de las contadísimas figuras que le aportó algún aire nuevo a un género que agonizaba por su falta de renovación y la competencia de otros ritmos, y a mediados de los 80 estuvo entre los que lo resucitaron.
Y me genera simpatía e incluso afecto ‒aunque sólo recuerdo haber conversado un rato con él durante el velatorio de una tía, hace casi 30 años‒ porque era buen compañero y amigo, según me aseguró siempre mi tío Daniel, que trabajó muchos años con él, tanto a la par, cuando ambos integraban la fila de bandoneones de la orquesta estable del Canal 11, como subordinado, en la orquesta del Gordo, a quien acompañó en su primera gira por Japón, en 1976. Y debe de haberlo sido, nomás. Si no, ¿a quién se le ocurre ponerse al frente de la lucha por los derechos de sus colegas, durante tanto tiempo y hasta tan avanzada edad, en la Asociación Argentina de Intérpretes?
Como me ocurrió cuando falleció mi admirada Nelly Omar, quien durante tantos años obsequió su amistad a mis padres, con la partida de Leopoldo Federico sentí que se fue alguien que, además de formar parte imprescindible de la historia del tango, tiene también un lugar en mi historia familiar.

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