martes, 30 de diciembre de 2014

LEOPOLDO FEDERICO

Osvaldo Rizzo ("Pichuquito"), Leopoldo Federico y Daniel Lomuto en 1973, cuando integraban la Orquesta Estable del Canal 11.

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Quienes me conocen saben de mi afición por el tango. Me gusta alardear de que es genética ‒en las tres generaciones que me preceden hay seis músicos y tres letristas‒, aunque no estoy seguro de que sea realmente así, pues ninguno de mis tres hermanos comparte el berretín.
He dedicado muchas horas al estudio de la historia del género y atesoro miles de grabaciones y no pocas anécdotas relatadas por mis mayores. En cambio, he visto en vivo a muy pocos intérpretes, he conversado ocasionalmente sólo con algunos de ellos y no he frecuentado a ninguno.
Desde esa distancia, tengo para cada especialidad ‒cantores, cancionistas, instrumentistas, directores, arregladores, autores, compositores‒ varias categorías de sentimientos: los que me gustan más, los que me gustan menos, los que no me gustan, los que me despiertan admiración, los que me causan simpatía, los que me generan respeto por su trayectoria o por su importancia aunque no me gusten.
Leopoldo Federico, fallecido anteayer a los 87 años, entra en varias de esas categorías.
Es de los que me gustan como compositor, director e intérprete del bandoneón. Me despierta admiración por sus tozudas ganas de tocar el fueye durante 70 años y ‒lo que creo más meritorio porque era lo más difícil‒ asumir los riesgos de mantener una orquesta completa prácticamente hasta el fin de sus días.
Me genera respeto por su importancia porque fue, sobre todo en la época en que acompañó con su agrupación a Julio Sosa, una de las contadísimas figuras que le aportó algún aire nuevo a un género que agonizaba por su falta de renovación y la competencia de otros ritmos, y a mediados de los 80 estuvo entre los que lo resucitaron.
Y me genera simpatía e incluso afecto ‒aunque sólo recuerdo haber conversado un rato con él durante el velatorio de una tía, hace casi 30 años‒ porque era buen compañero y amigo, según me aseguró siempre mi tío Daniel, que trabajó muchos años con él, tanto a la par, cuando ambos integraban la fila de bandoneones de la orquesta estable del Canal 11, como subordinado, en la orquesta del Gordo, a quien acompañó en su primera gira por Japón, en 1976. Y debe de haberlo sido, nomás. Si no, ¿a quién se le ocurre ponerse al frente de la lucha por los derechos de sus colegas, durante tanto tiempo y hasta tan avanzada edad, en la Asociación Argentina de Intérpretes?
Como me ocurrió cuando falleció mi admirada Nelly Omar, quien durante tantos años obsequió su amistad a mis padres, con la partida de Leopoldo Federico sentí que se fue alguien que, además de formar parte imprescindible de la historia del tango, tiene también un lugar en mi historia familiar.

sábado, 27 de diciembre de 2014

QUE LOS HAY, LOS HAY, AUNQUE NO HABLEMOS DE ELLOS


Hace algunos años, en una conversación informal ‒y rigurosamente off the record‒, uno de los empresarios más grandes de la Argentina me confesó que, desde hacía mucho tiempo, antes de llevar a la práctica ciertas ideas o tomar determinadas decisiones, las consultaba con un vidente o un médium. Para mí fue toda una revelación. No porque creyera que una persona con tales cuotas de poder y responsabilidad fuera incapaz de semejante práctica, sino porque si hay algo de lo que no se habla en la Argentina, al menos entre la alta dirigencia, es precisamente de eso.
Ni los dirigentes ‒políticos, gubernamentales, sindicales, empresariales‒ lo admiten, ni los periodistas, a menudo tan afectos a los datos de color que sirvan para humanizar nuestras crónicas, hurgamos en ese aspecto de la vida de ciertas figuras. Como si hubiera una especie de pacto tácito. Pero que los hay, los hay. Hay los videntes, los médiums y, en definitiva, esa clase de asesores a los que en forma genérica ‒y también despectiva‒ llamamos brujos. Y si los hay, es porque también hay quienes los consultan.
¿Qué lleva a líderes políticos o empresariales, que resuelven cotidianamente cuestiones sin duda terrenales y tienen, además de su propia experiencia, ejércitos de asesores especializados, a buscar una guía de tipo sobrenatural para sus decisiones? Desde hace mucho tiempo creo que si algo angustia a la absoluta mayoría de los seres humanos, eso es la duda. No solo la existencial, que muchos resuelven a través de la fe ‒incluso los ateos, que creen en la inexistencia de Dios con argumentos igual de sólidos que los que tienen los religiosos para sostener que existe‒, sino cualquier otra que implique desafiar nuestros paradigmas y nuestros modelos mentales, como las que a menudo nos acechan en materia de valores, de ética y de ideología, por ejemplo. También, desde luego, causa angustia la necesidad o el deber de adoptar decisiones que, en muchos casos, pueden implicar riesgos para fortunas propias o ajenas, o para la subsistencia de decenas, cientos o miles de personas. Y, como es obvio, los grandes líderes también son seres humanos.
Pero aun cuando en la Argentina casi no haya sido objeto de investigación por parte de periodistas o historiadores, vale aclarar que el hábito de consultar a especialistas en fenómenos paranormales estuvo y está bastante extendido entre dirigentes políticos y empresarios. De Hipólito Yrigoyen han afirmado algunos de sus biógrafos que en cierta época frecuentó el centro espiritista que rendía homenaje a Pancho Sierra (un exestudiante de medicina que ganó fama de realizar curaciones milagrosas en el siglo XIX) y que alguna vez consultó a su principal discípula, María Salomé Loredo, más conocida como Madre María. Hipólito Jesús Paz, quien fue canciller entre 1949 y 1951, aseguró en sus Memorias que Juan Domingo Perón solía recurrir a un vidente llamado Mister Lock, a quien “protegía y admiraba” el ministro de Salud Pública de la época, Ramón Carrillo. Las consultas se interrumpieron cuando Evita, que no creía en brujas, fue terminante con Lock: “No vuelva más porque aquí la única que le lee el futuro al General soy yo”. Muerta Eva, Perón comenzó a conversar con frecuencia con el Hermano Lalo (Hilario Fernández, un español que dirigía la neoespiritista Escuela Científica Basilio), y después, junto a su tercera esposa, María Estela Martínez, tendría brujo a tiempo completo con su primero custodio, luego mayordomo, más tarde secretario privado y por último superministro, José López Rega, célebre por sus extravagantes creencias y prácticas esotéricas.
Más acá en el tiempo, es más o menos conocido el caso de la mendocina Azucena Agüero Blanch, apodada La Bruja Latinoamericana del Poder, de quien se sabe que asesoró a Carlos Menem y a Diego Maradona, entre otros, y cuya historia fue reflejada alguna vez por el influyente diario estadounidense The New York Times. A comienzos de 2005 hubo un fugaz cruce mediático –y hasta un reto a duelo– entre Manuel Salazar y Raúl Córdoba, quienes juraban que eran, respectivamente, los brujos de los presidentes Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner. Y en diciembre de 2012, el diario La Nación aseguró que el jefe de la CGT oficialista, Antonio Caló, solía “visitar con frecuencia a Beatriz, una tarotista de Villa del Parque”.
Fuera de la Argentina, en Perú, mientras se llevaba adelante uno de los juicios al expresidente Alberto Fujimori, en 2009, tenía asistencia perfecta en primera fila una anciana llamada Salomé Ybargüen, de quien se decía que era la bruja del acusado. Por las dudas, el fiscal adjunto, Avelino Guillén, colocaba un vaso de agua bajo su escritorio “para alejar las malas vibras” y Gloria Cano, una de las abogadas de la demanda, llevaba siempre “una pulsera de cuarzo contra el daño”. Y el 7 de febrero de 2012, en una de las varias noticias que publicó en su sitio web para informar sobre la muerte de Rosita Chung, conocida como La Brujita Blanca o La Brujita de Chollywood (como llaman los peruanos a su farándula), el tradicional y conservador diario limeño El Comercio afirmó que era “la vidente preferida de Fujimori”, que le había predicho a Alejandro Toledo que ganaría las elecciones presidenciales de 2001 –cosa que efectivamente sucedió– y que a la actual vicepresidenta, Marisol Espinoza, le había augurado “un gran futuro en la política” cuando aún trabajaba como periodista.
Asimismo, en su libro Los brujos del poder, publicado en 2008, el periodista José Gil Olmos sostiene que desde el mandato de José López Portillo (1976-82) en adelante, todos los presidentes de México recurrieron al asesoramiento de videntes y adivinos. Los presidentes y también alguna primera dama, si es cierto, como afirma el autor, que Marta Sahagún utilizó los servicios de numerosos brujos, chamanes y santones cubanos para lograr un hechizo que le permitiera casarse con Vicente Fox, cosa que ocurrió en 2001, cuando él llevaba un año en el gobierno. La receta incluía una pócima que Marta mezclaba en el café, el jugo o el agua que bebía Fox. Según Gil Olmos, una vez logrado el objetivo, la señora convirtió la residencia presidencial de Los Pinos en un centro ceremonial donde se practicaban las artes de la adivinación y todo tipo de variantes de brujería, astrología, cartomancia y otras artes esotéricas. 
Por otra parte, y tal como señaló hace algunos años un artículo de la prestigiosa publicación estadounidense The Conference Board Review, no es un secreto que cada vez más ejecutivos consultan con videntes las decisiones que están a punto de tomar. Y la revista Newsweek –la original, la estadounidense– también publicó una nota sobre Laura Day, una de las más famosas augures del mundo corporativo, que se vanagloriaba de haber evitado que un financista de Wall Street perdiera una cifra multimillonaria en un contrato de futuros de petróleo.

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Esta nota fue reproducida por el diario mendocino MDZ Online:

http://www.mdzol.com/opinion/579027/

sábado, 20 de diciembre de 2014

UN PERIODISTA AL QUE VALE LA PENA LEER

Si en vez de escribir un comentario estuviera declarando bajo juramento ante un tribunal, debería admitir de entrada que me comprenden las generales de la ley, pues me propongo hablar de uno de mis mejores amigos. No obstante, no voy a hablar de él como amigo sino como periodista.
En mi opinión, Mauricio Llaver es uno de los mejores periodistas no solo de Mendoza sino de la Argentina. Lo conocí hace 17 años, cuando fue designado jefe de redacción de la edición regional para Cuyo de la revista Mercado y me tocó supervisar ese producto desde la redacción central. Luego fue, sucesivamente, jefe de Economía y de Internacionales, columnista dominical y prosecretario general del diario Los Andes, director periodístico de la revista de negocios Punto a Punto Mendoza y, últimamente, también columnista del diario digital MDZ Online, además de creador y coconductor del inigualable programa de radio In Vino Veritas.
Conozco muy pocos colegas con una formación como la de Mauricio. Licenciado en Comunicación Social, también cursó estudios de Enología y un posgrado en Relaciones Internacionales. Pero más que eso, es un viajero incansable y un lector de una voracidad singular y sobre los temas más variados. Me consta su erudición en asuntos tan diversos como la política, la economía, los negocios, la historia mundial, la literatura, el vino, The Beatles y Luis Alberto Spinetta, entre muchos otros.
Su inquietud lo llevó en 2002 a ganar una beca del International Center for Journalists (ICFJ) y la American Society of Newspaper Editors (ASNE) para realizar un programa para editores de periódicos en Estados Unidos. Le tocó su pasantía en el diario The Sun Sentinel, de Fort Lauderdale, y debe de haber causado buena impresión, porque a los pocos meses, cuando la empresa editora de ese medio resolvió publicar un semanario en español ‒El Sentinel‒, lo contrató como columnista.
Desde entonces, primero limitado a los asuntos de Sudamérica y luego con tema libre, Mauricio ha elaborado cada semana una historia distinta y suficientemente atractiva en apenas 630 palabras (unos 4.000 caracteres). Y sin sobreentendidos, porque escribe para un público distante y, en muchos casos, desconocedor de las cuestiones comentadas.
Aun cuando no necesariamente el lector coincida con sus enfoques y sus opiniones, cada una de esas columnas es una verdadera ventana al conocimiento. Y si es cierto aquello de que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”, entonces sus notas son dos veces buenas. Por ellas han desfilado Vargas Llosa, la poeta polaca ‒y también Nobel‒ Wislawa Szymborska, Heródoto, Kapuscinski, Dom Perignon, Mick Jagger, Keith Richards, obviamente The Beatles, Mandela, Messi, Maradona, Compay Segundo, Maquiavelo, Saramago, Eco, Alfonsín, el papa Francisco, Evo Morales, Pepe Mujica, Rafael Correa, Cicerón, Fidel Castro, Depardieu y un singular recuerdo cercano de la tragedia de Chernobyl, entre muchísimos otros temas y protagonistas.
Hace un par de meses, Mauricio tuvo la gentileza de recopilar cerca de 140 de esas notas en un libro, Columnas de El Sentinel. Lo leí prácticamente de un tirón. Tal vez no sea demasiado fácil conseguirlo (en Buenos Aires, solo en Dunken, Ayacucho entre Corrientes y Sarmiento; en Mendoza está en varias librerías). A cambio, pueden leerse gratis varias de esas notas, y otras no incluidas en el libro, en el sitio web de El Sentinel: http://www.sun-sentinel.com/soflanews-mauricio-llaver-20130507-staff.html. Juro que vale la pena y que no lo digo porque sea mi amigo.

martes, 16 de diciembre de 2014

CRÓNICA DE UN HINCHA SOLO


Como futbolero creo ser bastante atípico. Para empezar, no soy hincha del mismo club que mi padre. Nunca logré recordar por qué, pero lo cierto es que tenía ocho años ‒corría 1968‒ cuando resolví que sería de Huracán para siempre. Entonces no lo sabía, pero esa decisión determinó que por mucho tiempo viviera esa adhesión prácticamente en soledad. Si la pertenencia a cualquier club de fútbol se vincula principalmente con la tradición familiar y, en la mayoría de los casos, con el barrio, esas dos características tienen una dimensión extraordinariamente mayor en Huracán. Sin embargo, nadie en mi familia era del Globo y yo no había vivido ‒ni viviría jamás‒ siquiera cerca de Parque Patricios. No recuerdo hinchas de Huracán entre mis compañeros de primaria y secundaria ni entre amigos del barrio o parientes o amigos de mis padres. Apenas un plomero o gasista que vivía enfrente de mi casa y un empleado del quiosco de diarios de la esquina, pero eran adultos. Para colmo, casi nunca veía jugar al equipo: en esa época se televisaban muy pocos partidos y cuando iba a la cancha debía ver lo que tocara, porque mi padre era cronista de fútbol. Por este mismo motivo, me acostumbré a ver los partidos desde los palcos o las plateas y, aunque muchas veces lo hice, nunca me gustó verlos desde las cabeceras, donde generalmente se reúnen los hinchas más pasionales.
Cuando aprobé el examen de ingreso al Carlos Pellegrini, logré convencer al viejo de que en lugar del reloj prometido me comprara la camiseta, el pantalón (el Adidas Mediocampo, blanco adelante y rojo atrás) y las medias de Huracán. Vi algunos partidos del equipo inolvidable de 1973, pero no aquel en que salió campeón ni el último del torneo, el de los grandes festejos. Igual, lo viví campeón. Me ilusioné con ese lustro espectacular (tercero en 1972 y 1974, subcampeón en 1975 y 1976), en el que fui a la cancha cada vez con mayor frecuencia. Después, mientras el Globo volvía a la mediocridad deportiva de los años anteriores, fui yo el que comenzó a hacer crónicas de fútbol y rugby, y otra vez a verlo cada muerte de obispo.
Durante el gobierno de Alfonsín, mi entusiasmo por la militancia política fue proporcional a mi alejamiento del fútbol. En esa época fui muy pocas veces a la cancha. Pero aunque no vi ese maldito partido ni por televisión, el primer descenso, el de 1986, sigue doliéndome como el primer día. Cuando Huracán regresó a Primera, en 1990, ya hacía más de un año que había vuelto a ir la cancha. Poco después compré un abono a platea que mantuve unos cuantos años. Para entonces, la vida me había puesto en contacto ‒y lo haría también más adelante‒ con otros hinchas del Globo. Todos típicos, por supuesto: con padres, hermanos y amigos quemeros, y residencia pasada o familiar en Parque Patricios. Al menos, ahora tengo varios buenos amigos con quienes compartir esa pasión y ya no me siento tan solo.
No sé muy bien por qué, pero a medida que Huracán fue hundiéndose deportiva e institucionalmente, yo fui sintiéndome cada vez más cerca y más pendiente. Agnóstico y escéptico a más no poder, trato de ser lo más racional posible en cada acto de mi vida. Incluso, en parte, también con el Globo: no tolero la cultura barrabrava e intento ser analítico y crítico tanto con el equipo ‒buscando primero los errores propios, para no responsabilizar siempre a los demás por las derrotas propias‒ como con la conducción del club. Sin embargo, Huracán puede con mi inteligencia y mi razón: reviso Twitter y sitios y foros partidarios dos o tres veces por día, y hasta compañeros de trabajo sin interés por el fútbol saben cuándo juega el Globo y me preguntan cómo le fue, de tanto que los atormento con el tema.
Pero si bien muchas veces fui a ver jugar a Huracán como visitante, jamás lo había hecho fuera del conurbano bonaerense. Este año, en junio, por primera vez fui un poquito más lejos, hasta La Plata, para volver a decepcionarme con el desempate con Independiente. Estaba resuelto a viajar el mes pasado a San Juan para ver la final de la Copa Argentina, pero la promesa ‒para colmo, luego incumplida‒ de una reunión de trabajo importante para el mismo día me disuadió. Ahora, por fin, a los 54 años, creo que debuté: viajé más de 1.000 kilómetros para bancar al Globo en otra suerte de final. Para bancarlo solo y en silencio, sin que Huracán pudiera enterarse, porque me tocó un partido a puertas cerradas que pude presenciar como periodista acreditado por el diario mendocino MDZ Online. Extrañé mucho el domingo a Mariano, a Fernando y a Diego. Un triunfo deportivo sin abrazos siempre es incompleto. Pero no me quejo: al fin y al cabo, tal vez haya sido el partido ideal para mi historia como hincha. 
Siempre me llamaron la atención esos partidos que, una vez comprobada su trascendencia histórica, tienen el poder mágico de multiplicar sin límite la cantidad de espectadores que los vieron. ¿Cuántos afirman haber presenciado cómo Diego Maradona hacía su primer gol en Primera División, en el viejo estadio San Martín, de Mar del Plata? ¿Cuántos juran que estuvieron en las tribunas cuando Huracán le ganó 5-0 a Rosario Central en Arroyito, seguramente el mejor partido jugado por el equipo espectacular de 1973? Pues bien: a pesar de que fue a puertas cerradas, yo vi en la cancha al Globo ganarle a Atlético Tucumán en el Malvinas Argentinas, y no miento.

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Esta nota fue reproducida por el diario mendocino MDZ Online:

http://www.mdzol.com/opinion/576795/

lunes, 8 de diciembre de 2014

DICIEMBRE SIEMPRE ES UN MES MOVIDO


En el imaginario colectivo, diciembre siempre es un mes con mucho movimiento. No sólo por las reuniones del 24 y el 31 –por lo general exageradas en costo e ingesta de alimentos y bebidas–, sino por la desenfrenada maratón de compras y citas sociales y laborales que casi todos nos creemos obligados a correr. Pero, en todo caso, se trata de un movimiento de carácter festivo. Sin embargo, cada tanto los asuntos públicos se han colado de manera traumática en la agenda del último mes, como lo prueba un rápido repaso por los últimos 40 años.
Así ocurrió en 1975, cuando la Argentina aún no había digerido la muerte de Juan Domingo Perón, ocurrida casi un año y medio antes, y el gobierno de su viuda languidecía por su incapacidad para actuar frente a una economía desbordada, con una inflación galopante a un ritmo hasta entonces desconocido –que, no obstante, después sería ampliamente superado–; una lucha despiadada por el liderazgo y la orientación política dentro del partido oficialista y del propio gobierno, y una violencia sin precedente, con bandas armadas de izquierda y de derecha, incluida la paraestatal Triple A, germen del terrorismo de estado de los años siguientes. En ese contexto, en el que la opinión pública contaba los días que faltaban para un derrocamiento del que prácticamente nadie dudaba, el 3 de diciembre los Montoneros asesinaron al general Jorge Cáceres Monié, que había sido jefe de la Policía Federal en 1970-71; el 18 se produjo una rebelión encabezada por el brigadier Jesús Capellini, que no triunfó pero fue considerada por muchos historiadores como un ensayo general del golpe de estado del 24 de marzo de 1976 –de hecho, sirvió para que Orlando Agosti reemplazara al peronista Héctor Fautario como comandante de la Fuerza Aérea y las tres fuerzas quedaran bajo conducciones homogéneamente golpistas–, y el 23, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP, grupo guerrillero de orientación maoísta que había llegado a tener más de 3.000 combatientes pero ya estaba bastante diezmado) prácticamente empeñó su reserva en el asalto a un batallón de arsenales ubicado en Monte Chingolo, en el conurbano bonaerense, pero el Ejército, enterado del ataque, emboscó a los guerrilleros. Sólo en el cuartel aparecieron 62 cadáveres y otros 23 en las inmediaciones. Además, murieron al menos siete militares y casi 40 civiles, y hubo decenas de heridos en ambos bandos.
En 1978, ya bajo el régimen militar de facto, la Argentina gobernada por el general Jorge Videla estuvo a punto de enfrentarse en una guerra con el Chile del general Augusto Pinochet. Sólo el mal tiempo evitó que el día 22 tropas argentinas invadieran las islas Lennox, Nueva y Picton, objeto de la disputa. Al día siguiente, el papa Juan Pablo II hizo saber su preocupación y el 26 envió al cardenal Antonio Samoré, quien de a poco obró lo que entonces parecía un milagro.
Otro diciembre políticamente movido fue el de 1981. A comienzos del mes, el general Roberto Viola, presidente de facto, había perdido el apoyo de la Junta Militar. Una vez decidido su desplazamiento, se fingió que tenía problemas de salud –para lo cual fue internado unos días en el sanatorio Güemes– mientras se negociaban las condiciones de su alejamiento y el nombre de su reemplazante. Hubo entonces un interinato a cargo del vicealmirante Carlos Lacoste –única vez que un marino estuvo al frente del Poder Ejecutivo Nacional– y finalmente, el 22, asumió la Presidencia el jefe del Ejército, el general Leopoldo Galtieri, quien archivaría la apertura política y el cambio de orientación económica ensayados en nueve meses por Viola tras los cinco duros años de Videla, y, de la mano de Roberto Alemann, traería aires de ajuste a la economía. Con todo, lo peor de la gestión de Galtieri no ocurriría en diciembre sino cuatro meses más tarde, en abril: la Guerra de las Malvinas. 
En 1982, con el Proceso en plan de retirada, la imponente manifestación organizada por la Multipartidaria (partidos Justicialista, Intransigente y Demócrata Cristiano, Unión Cívica Radical y Movimiento de Integración y Desarrollo) era una fiesta cívica hasta que comenzó la inexplicable represión policial que dejó un muerto: el obrero salteño Dalmiro Flores, baleado por la espalda y frente al Cabildo por un supuesto policía de civil que jamás sería identificado. 
Ya recuperada la democracia –Raúl Alfonsín asumió la Presidencia el 10 de un diciembre esperanzador como pocos–, llegó el turno de los carapintadas, aquel sector de militares que, descontentos por la forma en que las autoridades de las fuerzas armadas y de seguridad asumían la revisión política y judicial de lo ocurrido durante la última dictadura, eligieron, como vía para demostrarlo, el amotinamiento. Lo habían hecho por primera vez en la Semana Santa de 1987 y repetido en enero de 1988, en ambos casos bajo la conducción del entonces teniente coronel Aldo Rico. Dos veces reaparecieron y ambas fueron en diciembre. En los primeros días del último mes de 1988, el episodio comenzó con la sublevación de un grupo de Albatros, como se conoce a los comandos de la Prefectura Naval, encabezados por el oficial Raúl Desagastizábal. Pronto se supo que el líder del movimiento era el coronel Mohamed Alí Seineldín –igual que Rico, veterano de la Guerra de las Malvinas–, quien puso como excusa una supuesta intención de la administración radical para no entregar el gobierno al justicialista Carlos Menem si éste ganaba las elecciones de 1989. Hasta allí no hubo más que daños materiales y penas de prisión que luego fueron indultadas. Pero el 3 de diciembre de 1990 la historia fue diferente: otra vez al mando de Seineldín, preso en San Martín de los Andes, el alzamiento fue severamente reprimido por las fuerzas leales al gobierno. Hubo 13 muertos –algunos de ellos, civiles– y más de 200 heridos. Y no hubo más motines.
Entre los dos últimos alzamientos carapintadas estuvo el diciembre de 1989, signado por los azotes de la economía. Menem, quien llevaba medio año como presidente, no había podido enderezar la situación heredada. Su alianza con el poderoso grupo empresario Bunge & Born, expresada en la designación de Miguel Roig y Néstor Rapanelli como sucesivos ministros de Economía, no logró evitar un nuevo episodio de hiperinflación –el segundo en el año, luego del más recordado ocurrido todavía en la gestión de Alfonsín– y dio un golpe de timón. El 18 designó en lugar de Rapanelli a Antonio Erman González, quien 10 días después dispuso la incautación por parte del Estado de los depósitos a plazo fijo y la devolución de los importes a sus propietarios en títulos de la deuda externa a 10 años de plazo. Fue el tristemente recordado Plan Bonex (ésta era la sigla de los Bonos Externos), que secó de liquidez al país pero no frenó inmediatamente la inflación: por el postre helado que mi padre había reservado en la tarde del 31 de diciembre, a las 22, cuando fue a retirarlo, quisieron cobrarle el doble que cinco horas antes. No lo llevó, por supuesto.
Habría de pasar más de una década para vivir otro diciembre tenso de principio a fin: el de 2001. Comenzó temprano, cuando, con la economía –otra vez– en terapia intensiva, el ministro Domingo Cavallo dispuso severísimas restricciones a la extracción de dinero impuesto en cajas de ahorro, cuentas corrientes y depósitos a plazo fijo. Era el corralito. Ya no se tocaban solamente los ahorros, como había sucedido en ocasiones anteriores –el mismo Plan Bonex, por ejemplo–, sino que ahora la medida afectaba al dinero para sufragar los gastos corrientes, porque el propio Cavallo, entre su anterior gestión como ministro de Menem y esta última, bajo la presidencia de Fernando de la Rúa, había obligado a prácticamente todos los trabajadores registrados a que cobraran sus sueldos a través de cajas de ahorro bancarias. La inmediata pérdida de poder del gobierno quedó de manifiesto pocos días después en dos hechos: el desaire de los gobernadores provinciales que no asistieron a una cita convocada por De la Rúa y un artículo lapidario del diario estadounidense The Wall Street Journal en el que quedaba claro que los centros financieros mundiales le habían soltado la mano a Cavallo. Lo que siguió fue la crónica de una muerte –la del gobierno– anunciada: cacerolazos in crescendo, el desafortunado dictado del estado de sitio en la noche del 19, la manifestación popular pese a todo, la tardía expulsión de Cavallo en la madrugada del 20, la feroz represión policial y el anuncio de la renuncia de De la Rúa esa misma tarde, y la sucesión de encargados del Poder Ejecutivo: Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá –con anuncio de default incluido– y Eduardo Camaño.
El exagerado cariz de gesta que ciertos sectores marginales –y algunos no tanto– de la política argentina le han dado a las protestas callejeras de diciembre de 2001, y sobre todo a los saqueos organizados en esos días por dirigentes y punteros del peronismo y grupos afines, han instalado en los últimos años el temor a que el descontento por la situación económica y laboral cada vez más deteriorada se exteriorice en desmanes similares a los de aquella vez. Tuvimos una prueba de ello el año pasado, cuando el 9 y el 10 de diciembre se produjeron saqueos y otros disturbios en diversas ciudades de la Argentina mientras varias policías provinciales estaban de huelga. Se informó oficialmente que por esos hechos murieron 14 personas en todo el país, pero al menos tres fuentes sostuvieron que las víctimas fatales de esas jornadas fueron muchas más y que el gobierno nacional prohibió divulgar la cantidad real (ver al respecto mi nota “¿Cuántos fueron los muertos de diciembre?”, en este mismo blog: http://ajlomuto.blogspot.com.ar/2013/12/cuantos-fueron-los-muertos-de-diciembre.html). El despliegue de la Gendarmería y el acuartelamiento del Ejército disuadieron a quienes preparaban un nuevo brote de saqueos para celebrar el 20 de diciembre.
Este año, mucho más que cualquier grupo marginal, es el propio Gobierno el que viene agitando el fantasma de los saqueos. Ojalá sea nada más que una de sus tan frecuentes bombas de humo.

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Esta nota fue reproducida el jueves 11 de diciembre de 2014 por el diario digital mendocino MDZ Online.

http://www.mdzol.com/opinion/575731/